
Vi en Criterion el filme «Lola» (1960), primer largometraje de Jacques Demy. La cinta original fue destruida en un incendio, por lo que tuvo que ser restaurada en el año 2000 a punto de partida de negativos que escena a escena, fueron trabajados por un equipo de producción supervisado por Agnes Varda con el apoyo del director de fotografía Raoul Coutard. El proceso se concluyó en el 2012 con una restauración digital completa de la imagen y el sonido.
La cinta, repleta de inocencia y humanidad, es un fiel reflejo de la época de la post guerra, donde las relaciones humanas rebozaban de una sinceridad que no ha resistido el paso del tiempo ni el advenimiento de la corrección política: Una niña de 14 años fumando en la mesa de la cena, una cabaretera enamorada del desaparecido padre de su pequeño hijo (la ingenua y vulnerable Anouk Aimeé), un joven entrampado por la rutina localista de su entorno que es rechazado por el “amor de su vida”, un perdedor que regresa a casa tras triunfar en la vida para recuperar el amor de su familia…
Lemy atisba con ojo de voyeur un fresco de la vida común de hace más de medio siglo. Lola es el compendio de pequeñas historias humanas que se suscitan en torno a un mundo inmenso y sin fronteras, como aquel que atisbaban la pastora y el deshollinador desde los tejados de la ciudad inmensa.
En «La Baie» (1963), por cierto, Lemy hace la misma cosa. Pero en vez de Anouk, la gélida y, sin embargo, apasionada Jeanne Moreau. Para el realizador galo, el amor por el juego es el amor por la vida y no por las consecuencias de la derrota o del triunfo. Aún en circunstancias tan extremas, el amor para Demy termina por imponerse. Una visión menos brutal y pragmática que en el clásico «Les parapluies de Cherbourg» (1964), que terminaría siendo el batacazo conceptual de Lemy (lo cual en buena medida se debe también a la música de Michel Legrand). Los Paraguas… es una pieza absolutamente melódica, con diálogos cantados a la usanza del más puro y vetusto y ortodoxo teatro musical, donde la inocencia y la dulzura de Deneuve, esa especie de Sissy Spacek parisina e imberbe, nos regala nostalgia y muchísimo dolor. El Roland Cassard de «Lola» se repite aquí, por cierto, creando un universo particular y cíclico donde la heterotopía de Lemy es un poco la de todos nosotros.
El mejor Lemy fue probablemente el inicial, el de estos tres ejercicios de exquisito escrutinio del alma, el de estos tres ejemplos de abogacía sobre el desencuentro y el amor (o desamor). La pasión de Lemy por el cine clásico norteamericano, tal y como acontecía con contemporáneos como Melville y Godard, es más que notoria. No hay que olvidar que toda la génesis de la nueva ola francesa, con la cual Lemy tiene muchas coincidencias temporales y estéticas, fue jaloneada por el sentimiento de admiración hacia el cine hollywoodense.
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