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Y ya vieron el video del paladín de la democracia occidental en el medio oriente, Benjamin Netanyahu, líder de Israel, visitando una fábrica de comida sintética donde los beefs se producen como pastillas para la hipertensión? Todo muy a tono con el inevitable futuro transhumano que nos venden los nuevos amos de la vida y de la muerte. Bibi, por cierto, fue el primero en reconocer el “triunfo” arreglado de Biden, traicionando sin siquiera sonrojarse a quien fuera su aliado más leal. Ah, pobre Trump, que jamás supo escoger a sus amigos!

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Este fin de semana tuve algo de tiempo para mirar el Chevron Championship de la LPGA que terminó ganando brillantemente Lilia Vu en un play off de desempate contra Angel Yi en el The Club at Carlton Woods y créanme, señores, fue como atisbar la macabra danza final del bufón, ya sin gracia, que intenta entretener al verdugo para salvar su cuello.

El gigante petrolero (con su desesperado nickname de “the human energy company”) organizó todo a la usanza del nuevo mundo en que vivimos, con el fantasma omnisciente del wokismo merodeando en cada esquina. Los comerciales sólo hablaban de la inclusividad a toda costa, de la compasión forzada y mandatoria, del mundo verde que construiremos a un cortísimo plazo…

Chevron, amigos míos, como el resto de las industrias petroleras y muchísimos otros negocios surgidos a la sombra de un capitalismo medianamente verdadero que floreció a lo largo de un par de siglos, tienen sus días contados. Son dinosaurios arcaicos que no caben en la utopía venidera planificada minuciosamente por quienes en realidad rigen los destinos de los hombres desde esas alturas inconmensurables que no somos capaces, en nuestra pequeñez de humanos pigmeos e insignificantes, de atisbar en su enorme complejidad.

Chevron, es cierto, no fue más este fin de semana que el pobre pujón condenado a muerte que, como perro faldero, huele el trasero de su amo y lame las botas del emperador de turno, sólo para morir descabezado en la guillotina que le aguarda como destino inevitable.

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Hoy falta la gasolina y mañana la leche y pasado mañana un antibiótico cualquiera. Y la gente se va acostumbrando a las carencias, siempre justificadas por algún episodio ajeno a la voluntad del comensal. Y entonces en el futuro pulularán aquellos que aprietan los dientes y aguantan los faltantes y hasta llegan a creer que nada es necesario y esos otros otros que se convierten en militantes aguerridos de la defensa de las justificaciones. Nuestro futuro, el de todo el mundo occidental, es Cuba. Pero una Cuba donde en vez de una ideología férrea dictada por el sátrapa de turno, regirá el totalitarismo tecnológico del nuevo mundo. Así que creo que también es válido decir que nuestro futuro es Pekin.

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La inculpación a Trump no es para evitar que vuelva a la casa blanca, como dicen todos, pues luego de Noviembre del 2020 nadie que no se acomode a este nuevo mundo será capaz de ganar unas elecciones presidenciales en USA. El motivo de la inculpación a Trump es mucho más profundo e inquietante: es una advertencia de que todo aquel que alguna vez se haya atrevido a desafiar el status quo, será castigado severamente. Lo de Donald J., por cierto, no pasa de ser un leve susto, pues el tipo entendió desde hace rato que con el verdadero poder no hay que meterse.

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«Smile» (2022) es un ejercicio de terror medianamente bien armado, con sólidas y buenas actuaciones y una atmósfera de angustia insoslayable que termina por ocupar cada espacio del metraje. Parker Finn, un realizador interesante perteneciente a la novísima hornada del género, pese a claudicar ante el nuevo ordenamiento woke dictado por las elites que manichean la cultura en Occidente, se las arregla para indagar en las fronteras que bordean a la locura psicótica y los hechos inexplicables y sobrenaturales que le dan forma a una existencia de la que conocemos en realidad muy poco, para mostrarnos el descenso a los infiernos de un alma cualquiera, en este caso de la protagonista principal, la terapista Rose Cotter, una mujer agobiada por el suicidio de su madre y las largas horas de trabajo en una clínica de emergencias psiquiátricas. Finn, por cierto, no inventa nada nuevo. Lo que hace es continuar una vieja y transitada senda que el género ha cubierto desde hace mucho y que parece susurrarnos al oído: «escucha con atención. La existencia no es simple. Hay oscuridades que acechan y que jamás comprenderemos». Depende de nosotros escuchar, parece decir Finn. Y así nos deja, como antes ya lo hicieran Polanski o Shyamalan o Hoblit.

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Trump podrá ser un bocazas irremediable, pero en algo le asiste toda la razón del mundo: las elecciones del 2020 fueron robadas. Todas las normas matemáticas y estadísticas saltaron por los aires, con la anuencia y el beneplácito de tirios y troyanos. Gracias a ellos, es ya carne este nuevo mundo en que vivimos, claro está. Las reglas de juego han cambiado y las ideologías tradicionales no atesoran peso alguno en el debate “político” actual. El futuro, cuasi milimétricamente planificado, no es otra cosa que el presente.

Sigan, sigan creyendo que el chicharrón es carne…

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El mundo que conocemos se derrumba. El sistema bancario se encuentra en crisis absoluta, las escaseces son notorias (incluyendo medicamentos, automóviles, materiales de construcción…), el último presidente medianamente libre que ha tenido esta nación en los últimos 35 años se va preso el martes, un poder etéreo y supra institucional controla casi cada estamento de la vida…

Lo peor está por llegar.

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Jerzy Skolimowski, ese notable y hasta mítico realizador polaco, que estuvo muy relacionado a los inicios de Polanski, por ejemplo, puso a rodar la cámara tras un burro gris e imaginó una travesía cualquiera. No hay que aclarar que el jumento podría ser cualquiera de nosotros, claro.

«Eo» (2022), que acaba de ganar el festival de Cannes, es una pieza para espíritus sensibles que atisban la verdadera poesía dentro de los contornos de la vida común y no en el ejercicio forzado de intentar acumular palabras presuntamente sabias en un papel cualquiera. Podría parecer, incluso, que Skolimovsky lucha contra la tentación de abusar de la belleza gráfica. Y no erramos. Hay una historia cierta que puede palparse en cada toma y que, a medida que avanza el metraje, se hace más clara y más concisa.

Eo es el espejo de nosotros, la mirada acrítica y circunstancial de la naturaleza de la vida, implacable en sus designios y pasares. Desde esta perspectiva es que el filme de Skolimovsky, un ejercicio de añoranzas y recuerdos, adquiere un real significado. Y es que la muerte y el dolor encierran en sí mismos la belleza de una vida cualquiera. Es ley natural.

La mirada triste de Eo es la misma de Regis, que sufrió Dios sabe dónde los avatares y la furia de la vida, que es la peor de todas. Eo es un Forrest Gump eslavo que no trasciende época alguna y que en vez de tropezarse al azar con lo más relevante de la historia, suspira entre aconteceres y miserias cotidianas. Eo es un burro hermoso, azul, cuasi Platero pero más Eeyore. Su tristeza es innata

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Pierre Melville filmó «Leon Morin, prêtre» en 1961, adaptando la novela de Béatrix Beck del mismo nombre. La cinta de Melville es una pieza profunda de teología cristiana, donde la vergüenza gala de la segunda guerra mundial, manifestada en la figura ambivalente y dubitativa de Barny (Emmanuelle Riva), se revela como una disquisición filosófica e ideológica entre el cuerpo de la nación y sus habitantes.

El estilo de la pieza es bucólico, realista, y prevalece la oralidad sobre lo físico, donde la ingravidez del silencio en las pausas se sobrepone a la música o a cualquier otro “artificio”, por ejemplo.

Barny se debate entre la lógica naturaleza humana y la quimera idílica del catolicismo que aboga siempre por la pobreza material a expensas de un alma iluminada, del amor sin cortapisas en pos del voluntarismo férreo del militante obcecado.

En este mismo sentido, Melville contrapone, en cierta forma, las dos grandes formas de colectivismo “compasivo” que han prevalecido en las sociedades durante los últimos siglos: catolicismo contra comunismo. O quizás Melville lo que hace es aún más complejo, al no contraponer sino simplemente sobreponer el uno al otro.

Y la imposibilidad de discernir sobre sus verdaderas razones se debe a esa frialdad quirúrgica con que el realizador francés atisba a su historia y a sus personajes. Para Melville el amor y el deseo no triunfan sobre el deber o las ideas. O lo que es lo mismo, Melville es, en ese sentido, un puritano.

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A propósito del “Manifiesto Conservador” de Jordan Peterson, creo que la declaración de intenciones es notablemente light. Peterson es un tipo con muchísimo sentido común, aunque nos adeuda profundidad intelectual. Su visión del futuro me parece medianamente naive, además de que la realidad no es una charla motivacional. No obstante, es un tipo que en esta nueva era de tecnología expositiva, ha logrado traer algo de prudencia al debate social

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Hace tres años hoy, comenzaba cuasi oficialmente la histeria por el Covid.

Tal conmoción paralizaría a aquel mundo y cambiaría para siempre a este.

Hace tres años hoy, los grandes poderes y sus secuaces, los políticos, comprobarían cuán fácil es disponer del alma de la gente.

El efecto es y será imperecedero.

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Hace tan sólo unos escasos días murió el gran Richard Belzer, o el inmenso detective John Munch, aquel sarcástico policía que pariera Paul Attanasio con su pluma y que Tom Fontana y Barry Levinson elevarían al olimpo de los más grandes caracteres en la ya mítica “Homicide, Life on the Streets”. Una pérdida inmensa para mi memorabilia de las cosas rescatables de la vida. Que descansen en paz el comediante Belzer y el policía Munch, y que su memoria se extienda todo lo posible.

For 15 seasons on «Law & Order: Special Victims Unit,» Richard Belzer played Detective John Munch.

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Por estos días he leído en más de una ocasión que el poeta Heberto Padilla no tenía miedo. Y no es cierto. Padilla estaba literalmente cagado del miedo. Quizás cómo nosotros, ustedes, todos. El miedo, ese instinto natural del hombre, ha sido enarbolado por los totalitarismos, las autocracias y las democracias como arma de sometimiento y de castigo. El miedo físico de la tortura de la carne y el miedo irreal de los fantasmas de la psiquis. Todo miedo es válido, dirían aquellos que se ocupan de nuestra “bonanza” y de nuestra “seguridad”. Pero no hay diferencias entre aquel Heberto desvergonzado que delataba por los codos durante el episodio aciago de su auto inculpación y los otros que callamos ante la devastadora fuerza colectiva del “bien común”. La libertad real es una quimera, lo sabemos bien. Validar, como lo hacemos a diario, su farsa nos convierte en un ejército de Padillas furibundos. No somos héroes, como no lo fue el poeta, ni tampoco villanos. La miseria es un sine qua non de la existencia de todos. Dejemos la hipocresía a un lado.