3096

Vi en Criterion el filme «Lola» (1960), primer largometraje de Jacques Demy. La cinta original fue destruida en un incendio, por lo que tuvo que ser restaurada en el año 2000 a punto de partida de negativos que escena a escena, fueron trabajados por un equipo de producción supervisado por Agnes Varda con el apoyo del director de fotografía Raoul Coutard. El proceso se concluyó en el 2012 con una restauración digital completa de la imagen y el sonido.

La cinta, repleta de inocencia y humanidad, es un fiel reflejo de la época de la post guerra, donde las relaciones humanas rebozaban de una sinceridad que no ha resistido el paso del tiempo ni el advenimiento de la corrección política: Una niña de 14 años fumando en la mesa de la cena, una cabaretera enamorada del desaparecido padre de su pequeño hijo (la ingenua y vulnerable Anouk Aimeé), un joven entrampado por la rutina localista de su entorno que es rechazado por el “amor de su vida”, un perdedor que regresa a casa tras triunfar en la vida para recuperar el amor de su familia…

Lemy atisba con ojo de voyeur un fresco de la vida común de hace más de medio siglo. Lola es el compendio de pequeñas historias humanas que se suscitan en torno a un mundo inmenso y sin fronteras, como aquel que atisbaban la pastora y el deshollinador desde los tejados de la ciudad inmensa.

En «La Baie» (1963), por cierto, Lemy hace la misma cosa. Pero en vez de Anouk, la gélida y, sin embargo, apasionada Jeanne Moreau. Para el realizador galo, el amor por el juego es el amor por la vida y no por las consecuencias de la derrota o del triunfo. Aún en circunstancias tan extremas, el amor para Demy termina por imponerse. Una visión menos brutal y pragmática que en el clásico «Les parapluies de Cherbourg» (1964), que terminaría siendo el batacazo conceptual de Lemy (lo cual en buena medida se debe también a la música de Michel Legrand). Los Paraguas… es una pieza absolutamente melódica, con diálogos cantados a la usanza del más puro y vetusto y ortodoxo teatro musical, donde la inocencia y la dulzura de Deneuve, esa especie de Sissy Spacek parisina e imberbe, nos regala nostalgia y muchísimo dolor. El Roland Cassard de «Lola» se repite aquí, por cierto, creando un universo particular y cíclico donde la heterotopía de Lemy es un poco la de todos nosotros.

El mejor Lemy fue probablemente el inicial, el de estos tres ejercicios de exquisito escrutinio del alma, el de estos tres ejemplos de abogacía sobre el desencuentro y el amor (o desamor). La pasión de Lemy por el cine clásico norteamericano, tal y como acontecía con contemporáneos como Melville y Godard, es más que notoria. No hay que olvidar que toda la génesis de la nueva ola francesa, con la cual Lemy tiene muchas coincidencias temporales y estéticas, fue jaloneada por el sentimiento de admiración hacia el cine hollywoodense.

3094

A Antonio Ricci le robaron la bicicleta en la Roma destruida de post guerra. A mí en el Vedado de los noventa. Ricci la necesitaba para poder trabajar y sustentar a su familia. Yo para ir hasta el hospital Fajardo y el policlínico Rampa en aquellos duros años del post graduado. Ricci y yo, flacos y desgarbados, intuíamos que el futuro dependía del esfuerzo y no sólo de la providencia, aunque ambas cosas estén relacionadas. La inocencia de Ricci, por cierto, no era la mía. Mientras él pegaba afiches de Rita Hayworth en las paredes con su “viola” desenfundada y virgen asida a la pared, yo aseguraba la mía a la baranda de la escalerilla de aquel edificio de la calle G con un candado herrumbroso. El resultado fue el mismo. Y Ricci tuvo que robar una nueva bicicleta mientras yo me largaba de Cuba y de La Habana. A Ricci lo atraparon. A mí no. El destino de Ricci jamás fue revelado por De Sica. Y el mío, inexorable, será el mismo de todos.

El horror de la guerra parió al neorrealismo italiano, entre la pobreza de la gente y la ilusión de una bestia roja que terminaría devorando todo: naciones, riquezas y hasta almas. Y mientras un Visconti terminaba alejándose de la ilusión malsana, Vittorio De Sica no sobreviviría al cáncer de pulmón. Roberto Rossellini, por cierto, echaría a andar la rueda de ese nuevo estilo con Citta Aperta (1945), aquella pieza donde Anna Magnani es ametrallada frente a su hijo y sus vecinos y donde una Roma enferma le mostraba sus heridas al mundo. Ladri Di Biciclette (1948), de Vittorio De Sica es la lógica consecuencia, el paritorio mayor de los impulsos de Rossellini. Y su bicicleta robada el símbolo mayor de una era sepultada en el tiempo.

3087

«Yabu No Naka No Kuroneko» (1968), conocida simplemente como Kuroneko o Black Cat o Gato Negro es una historia linear, concisa y extremadamente bizarra sobre el amor y el deber. La pieza de Kaneto Shindô, estructurada visualmente según muchas de las reglas del teatro kabuki, peca de ingenuidad y hasta muestra en metraje momentos francamente cursis, pero aún así es capaz de trasmitir una idea central que siempre nos atosigará: ¿es capaz (¿y es justo acaso?) que el deber ético o moral, que el voluntarismo se imponga a la biología del amor? No estoy seguro si muchos de los críticos que han revisitado la obra de Kaneto Shindô hayan reparado en esta argumentación (que es la pregunta en sí misma) clave a la hora de intentar buscar respuestas que expliquen la metáfora de la venganza que el maestro nipón plasma en su historia de fantasmas. Yo personalmente creo que al estructuralismo heroico del carácter asiático, Shindô intenta contrarrestar el pragmatismo existencial del ser humano. Como era de esperar en el Japón de los sesenta, el honor de la espada sobrepasa a la pasión del affaire y hasta a la adoración materna. ¡Todo un homenaje pre póstumo a la obra de Yukio Mishima!

3086

«Kwaidan» (1964), del maestro Masaki Kobayashi, no es más que el espíritu ascético oriental construyendo la entelequia del terror. Voluntad eidética que se constituiría en prolegómeno del cine japonés de horror postrero. ¿O acaso de dónde nacen Hideo Nakata, Takashi Shimizu y los otros? Las historias narradas por Kobayashi rebozan de una tristeza hermosa; y me refiero a una belleza no sólo conceptual sino, y sobre todo, estética… Los portones semi abandonados de Kurokami, los horizontes teatrales de Yuki Onna superpuestos sobre paisajes tremendos, las batallas espectrales en medio de acuarelas amarillas del Miminashi Hōichi no Hanashi, las ciudadelas grisáceas de Chawan no Naka que palidecen ante el ocaso…
Como espectáculo de horror, los cuentos de Kobayashi han perdido vigencia. Se han rendido ante lo explícito del presentismo en el arte de atemorizar. Persiste la inquietud del alma, eso sí, pero el sacudón gráfico del miedo no es asunto que compete a «Kwaidan». Y sin embargo, la angustia nos embarga cuando el esposo samurai descubre que la casa de sus recuerdos es una ruina de muerte y desolación, cuando el leñador Minokichi atisba la palidez mortuoria en su esposa que teje, cuando el infortunado Hoichi es tatuado con caligrafía viva para evitar el llamado de los reyes muertos, y cuando el rostro terrible y sardónico de Shikibu Heinai se asoma en la taza del guardián Sekinai…
El resto, amigos míos, es bruma…

3079

Terry Gilliam dice que “ofender a la gente es muy importante en la vida, sobre todo ahora que las pieles son más finas”. Y en realidad ha cumplido con tal máxima haciendo gala de una elegancia indiscutible a lo largo de su vida artística, desde aquellos tiempos soberbios del Monty Phyton Flyng Circus (un aldabonazo que influiría a toda la comedia moderna, desde el otrora brillante Saturday Night Live neoyorkino hasta los Les Luthiers sudacas), pasando por ese trío de obras maestras cinematográficas legadas por el grupo, «Monty Python and the Holy Grail» (1975), «Life of Brian» (1979) y «The Meaning of Life» (1983) que, como especie de manifiesto, crearon una nueva forma de ver y hacer humor en el séptimo arte.

Pues bien, en 1985 Gilliam filmó «Brazil», la primera pieza de la que yo llamo su trilogía de la locura, donde podríamos también incluir a «The Fisher King» (1991) y «12 Monkeys» (1995), aunque en realidad casi cualquier obra del cineasta está teñida de ese hálito de esquizofrenia que a nosotros los testigos nos desvela y atosiga y persigue; como ejemplos ahí también podemos considerar a «The Adventures of Baron Munchausen» (1988) y «Tideland» (2005) entre algunas otras. «Brazil» es una extravagancia orwelliana, una distopia fatal, una pesadilla divertida sobre burocracia y autoritarismo, sobre vigilancia panóptica en una distopia futura prácticamente inevitable. Es una pieza seminal, por cierto, que estéticamente influyó al grandioso Jeunet y al conocido Tim Burton, por sólo citar a un par de notables ejemplos.

En alguna época del siglo XX un burócrata citadino comienza a sufrir visiones. Sam Lowry (un joven Jonathan Price) se sueña como un ser alado que batalla contra el mal y conquista a una hermosa mujer (Kim Greist) mientras intenta sobrevivir en un mundo disfuncional y violento donde la casta administrativa prevalece sobre el resto. Gilliam, que jamás ha tenido pelos en la lengua, acomete contra todo lo conocido para dejar en claro que solo a la humanidad intrínseca que pernocta en nosotros le asiste alguna posibilidad de salvar nuestras almas. Situado desde mediados de la década de los ochenta en lo que podría denominarse como una especie de anarquía post ideológica, el realizador de Minnesota mezcla una visión profundamente perturbada de la realidad con la ensoñación onírica de lo metafísico. Su antihéroe Lowry es un poco también el loco Parry de las calles de la gran manzana que aspira a reconquistar el cáliz con la sangre de Jesús, y el delincuente Cole que viene del futuro a contarnos sobre el Apocalipsis de la vida o la Jeliza-Rose que es testigo, desde la inocencia más terrible, de como su padre se pudre en la sala de la casa. El universo es kafkiano en toda su inmensidad.

De más, probablemente, está decir que Gilliam no podría replicar hoy en día lo que hizo con «Brazil» en plena época reaganista. El propio realizador lo intuye. «Ese miedo a ser atacado por tener una opinión diferente es tribal. Volvemos a tiempos primitivos», dice. Y sin embargo parece estar consciente de su propia aura de predestinador fatal. « Debes tener cuidado con lo que satirizas porque se hace realidad» afirma e imagino que por dentro se sonríe y horroriza al imaginar a su «Brazil» conquistando el futuro.

3078

El maestro desertor Isaburo Sasahara, vestido de kimono blanco y armado de su katana y de su tanto a la usanza daisho del período Edo se enfrenta al guardián del portón, el samurai Tatewaki Asano, con su corte chonmage de la casta guerrera y su uniforme negro. La brisa despeina el arrozal perenne donde descansa Tomi a la espera del desenlace brutal. El cielo es la antesala del infierno. Y el infierno es la muerte.

Masaki Kobayashi, un genio, adaptó la novela de Yasuhiko Takiguchi para adornarla de belleza y dolor. Echó mano de Nakadai y Mifune y los enfrentó, bajo el estricto código moral de la guardia samurai y de los hombres, hasta el deceso mismo. Para el poeta de Otaru la defensa estricta del propio sentimiento humano fue la base primordial de su obra, y también de este filme, el magnífico « Jôi-Uchi: Hairyô Tsuma Shimatsu» (Samurai Rebellion – 1967).

Si el postrero Foucault diseccionó en sus obras la entelequia del poder, entonces Kobayashi lo reta, cosa propia de aquellos que aprenden que la humanidad entera no es más que el remedo de una sociedad idílica ilusoria. Y aún en los tiempos donde prevalecía el voluntarismo extremo y la crueldad de la civilidad en ciernes, la imperfección de los rebeldes se impuso, al menos en las fronteras de la «moral», a la desidia de la masa. Para Kobayashi, el hurra de los que no seguimos a nada ni a nadie.

3076

Mientras algunos sienten nostalgia de los tiempos pasados al escuchar un tema de “Pablito”, a mí me asalta la añoranza al atisbar el inicio “irlandés” de State of Grace (1990) con las imágenes imprecisas de una banda callejera del diario de Saint Patrick entre la niebla distorsionada y la música monumental de Morricone.

Este filme lo vi cuando estudiaba medicina en Cuba, en una de las aulas de la facultad de Colón, mientras me preparaba para algún examen. Era el horario de la tarde, seguramente en algún día entre semana y alguien había puesto el VHF en uno de los videos del salón de clases. La ponzoña de la miseria del “período especial” nos asfixiaba a todos.

Cada obra en el filo de un cambio de década cualquiera o es una reafirmación del período estético pasado o trae consigo el aliento de una nueva era. State of Grace probablemente se encuentra entre dos aguas. Mientras acarreaba consigo cierto “espíritu” del cine policiaco de los ochenta, echaba también mano al desarrollo estético que, procedente en buena medida del policiaco urbano de los setenta se desarrollaría con nuevos aires en la década que comenzaba.

La historia de Dennis McIntyre habla de lealtades y deberes, de la pugna moral que se establece entre el ejercicio del deber y la ética aprehendida por un lado, y los compromisos que le adeudamos al pasado por el otro, disyuntiva perenne que como fantasmas impenitentes planean sobre todos (y el mundo del exilio peri y post castrista es un ejemplo notorio que nos trae ejemplos a diario).

Phil Joanou, el director, proviene de la oleada de realizadores de videos musicales de la era MTV y éste es su mejor trabajo. State of Grace está filmada con paciencia y contundencia, es una sólida pieza policiaca fotografiada con esmero, impregnada de un realismo soberbio que nos regresa a la irrupción de los jovenes furiosos de la década de los cincuenta y está actuada magistralmente por grandísimos actores como el despreciable Sean Penn, Gary Oldman, Ed Harris, Robin Wright, John C. Reilly y el siempre inmenso John Turturro.

Pues bien, mientras algunos se emocionan hasta las lágrimas con el corillo de Yolanda en la voz de Milanés y compañía, mi corazón sentimental palpita al ritmo de aquella terrible balacera en ese bar-tugurio neoyorkino, muy cerca de donde se celebraba el día de Saint Patrick…

3075

«Hijos del lobo Fenrir, liberaos de vuestra carne. Los lobos aullarán en la tormenta de Odín. Los guerreros caerán cuando la garra del oso golpee. Lucharemos hasta Valhöll. Hasta que volvamos a la forma humana. Sin miedo, beberemos la sangre de las heridas de nuestros enemigos. Juntos nos enfureceremos en el campo de batalla de los cadáveres. ¡El Padre de la Guerra nos manda! ¡Transforma tu piel hermano!¡Conviértete en tu furia!»

Robert Eggers es el esteta maldito de la nueva historia. Un poeta de la negritud del alma que enlaza a las eras y a los hombres, y les construye un puente de escalones endebles para atravesar los fuegos del averno y las trampas del alma. En su obra merodea el fantasma de Poe. Por allí se pasean las hechuras de Eisenstein, de Saura y de Tarkovski. Ya les había comentado antes, bastó «The Witch» (2015) para que Eggers se nos revelara como un genio incomprendido y loco que venía a sacudir el rutinario mundo en que vivimos. Y así fue, porque su magistral «The Lighthouse» (2019) lo corroboró con creces.

Y ahora «The Northman” (2022) es el nuevo ljóð macabro y pestilente sobre el que se eleva la locura implacable del endiablado Eggers, que recurre a la magia negra de los brujos nórdicos para narrarnos una historia de venganza terrible y de oscuros presagios, donde los héroes no visten el inmaculado velo de la castidad moral y donde las vísceras son el recordatorio perpetuo de la falibilidad humana. Toda la obra es una pesadilla salvaje, una ilusión onírica donde el terror nos revuelve los sueños y las ansias. Es tan desproporcionada la ambición del infierno de Eggers que cada imagen es una inmensidad brutal de desparpajo sin fin. Aquellas llamas centelleantes que Miguelito el pintor veía en los ojos de quienes se le tropezaban en las calles de la Habana durante sus episodios psicóticos de esquizofrenia están aquí, taladrando nuestras almas de meros espectadores impotentes que acaso si alcanzamos a descifrar la grandeza de todo cuanto acontece alrededor.

Eggers es un esteta, un maestro pictórico de la nueva era que acometemos sin fiereza, con la parsimonia de las cabras que se dejan guiar al matadero. Sus gritos desgarradores en medio de las planicies semi heladas de la remota Islandia no son más que el eco de todo cuanto ha sido nuestra historia, la de los hombres y las almas: una violencia inacabable de misticismo y fuerza. Allí donde el Amleth de la historia alza su espada, no campea ni el honor ni la gloria, sólo el destino irreversible que nos obliga a sobrevivir por una causa. La sed de venganza del príncipe frustrado no es otra cosa que la derrota magnánima de todos. Y Eggers nos lo cuenta con la explosividad de un bourbon de alto proof, porque si todo dependiera del almíbar azucarado de los espíritus débiles, entonces jamás seríamos testigos de la perdurabilidad de la grandeza.

(Todo esto, por cierto, a pesar de ser la primera pieza dirigida por Eggers para el Hollywood establecido y brutal; y a pesar de las injerencias de los mercenarios de las compañías productoras. Y otra cosa importantísima y vital: Eggers no hace ni siquiera, durante todo el tramo del metraje, una mínima concesión a la corrección política que hoy domina el discurso cultural a nivel global, lo cual es mucho)

3074

La Lady Asaji de «Kumonosu-jô» (1957) es la Lady Kaede de Ran y, por supuesto, la Lady Macbeth de Shakespeare, víboras sempiternas que complotan y azuzan en pos de que la ambición se coteje con las profecías. Y es que no hay destino sin la fuerza irredimible de los hombres. Kurosawa, como Shakespeare, estaba obsesionado con el tema del espíritu bestial que nos anima.

3072

La muerte es una pesadilla inevitable, o una liberación irremediable. Todos tendremos que enfrentarnos algún día a nuestro apocalipsis personal. Algunos tendremos la fortuna de alivianar nuestra partida en paz y otros, en cambio, cargarán el fardo pesaroso de la culpa. Creo, eso sí, que casi todos partiremos con el dolor de no poder ser entes eternos para la gente que nos quiere. Bergman, entonces, nos trae la exégesis soberbia del juego de ajedrez como metáfora tremenda del juego de la vida, de la sobrevivencia a como dé lugar. Es un instinto natural el aferrarnos a nuestras circunstancias.

Det Sjunde Inseglet (1957), profunda como una noche inmaculada, es una indagación en esos avatares sustanciosos que subsisten en cada paso y cada hecho. Es una especie de canto de resistencia con un epílogo más que conocido. Y es que Bergman parte de una premisa muy simple: todos estamos condenados a morir. La propia cita bíblica del Apocalipsis de Juan, el discípulo joven y bueno, acarrea la voluptuosidad del fin con esa jerga monumental tan propia del cristianismo primitivo. “Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo, como una media hora… Vi entonces a los siete Ángeles que están en pie delante de Dios; les fueron entregadas siete trompetas. Otro Ángel vino y se puso junto al altar con un badil de oro”.

La alusión descarnada de Ingrid Bergman al gran misterio de la muerte (que es también el gran misterio de la vida) está sin dudas inspirada por el hedor mortuorio de la peste negra, la enfermedad más devastadora de la historia de la humanidad, que afectó a Eurasia en el siglo XIV y alcanzó un macabro punto máximo entre 1347 y 1353. Esta es una obra profundamente oral y filosófica. Bergman explora los prolegómenos de la muerte, despojando a la existencia de una virtud de fe. Para Bergman, Dios es una sombra fantasmagórica imprecisa. ¿Es eso, acaso, cosa justa? ¿Somos los dueños de la verdad y la mentira? Una respuesta certera es imposible. Pero Bergman cuestiona con modestia notable, como si no quisiera molestarnos, como quien deja que las cosas pasen simplemente. Es un susurro que se desliza cuasi inadvertido durante el ejercicio contemplatorio de la pieza.

Este Séptimo Sello atesora también otro mérito, amén del discurso sobre la inevitabilidad de la muerte, y es el de mostrarnos aquella estética de los tiempos antiguos que nos precedieron. Bergman filma su obra en bandicoot. Y usa recursos del expresionismo germano para redondear el corum visual de su proyecto. Y viste a sus actores como aquellos hombres y mujeres que nos precedieron. Y establece un tono donde recurre a la comedia y al surrealismo, . Las actuaciones y la puesta en escena son absolutamente teatrales. Es en ese universo donde el Ángel de la muerte de Bergman se pavonea sin poseer secretos. Como contraparte, las preguntas del guerrero cruzado no atesoran respuestas. Es como si la inmensidad etérea del final se asemejara a un abismo. Para Bergman, el apocalipsis nos acecha a todos. A todos… aunque al final dancemos.

3056

Mi madre, ya en el ocaso de una larga y productiva vida, sigue adorando a la cocina como ese lugar que salva y que redime. Es una especie de refugio al cual asirse, en tiempos malos y buenos, miserables y mejores. Hay una especie de gozo en alimentar a los demás, en ver alimentarse al resto. Para Juzo Itami, el infausto realizador de Kyoto, como para mi madre, es una realidad sin cortapisas, un hecho consumado.

Su Tampopo (1985) es mágica y voyeurista, y posee ese aire malvadamente fantasioso que tanto nos recuerda a los futuros Gillian y Jeunet, aunque Ebert la compara con Jacques Tati. Lo cierto es que esta pieza es alegre, inolvidable, sensual. Es un tratado apoteósico sobre el Ramen, o sobre el Japón, o sobre el cine, o sobre las artes y las gentes. No es una indagación sobre el choteo, sino sobre el Ramen, pero con el descaro de Juzo Itami y no el gesto adusto de Mañach.

Acá tenemos al Ken Watanabe de Black Rain y a la Nobuko Miyamoto del propio Itami celebrando el esfuerzo y el trabajo de la gente común y emprendedora en una oda al capitalismo más básico y primario donde se premia el sacrificio propio y no a las regalías de cualquier gobierno. Y es cierto, no es una película redonda. Juzo Itami pierde el ritmo de la narración más de una vez y devanea entre escenas que poco o nada aportan al tronco de la historia. Pero aun así su locura es notable y entrañable, como aquel coro de homeless entonando canciones o narrando la experiencia de beberse un tinto de Burdeos. Lo que les decía antes, un pre Jeunet asiático.

3048

El cine francés de acción era muy popular en Cuba durante los años de mi infancia. Las películas de Jean Paul Belmondo, Alain Delon y Lino Ventura como aporreadores de los delincuentes o la ley, según fuera el caso, deambulaban en los cines como fantasmas estoicos que nos animaban a ser más valientes y decididos y felices. Los filmes, desfazados en tiempo gracias a ese espíritu ladrón del castrismo que prefería hurtar antes que pagar, se repetían en tandas corridas ya fuera en el Venus o en el cine Canal, alimentando nuestros sueños de vida. À Bout De Soufflé (1960) y Le Samourai (1967) fueron referentes del muy prolífico cine de acción francés de los venideros setenta, y los personajes de Costello y Poiccard, desde entonces, alter egos cuasi inseparables de Delon y Belmondo. Uno de cejo adusto y parquedad soberbia. Otro estentóreo y payaso. Ambos salvajes.

En Francia se salvó el noir así como en Italia el western. Godard lanzó su canto de amor y odio al cine gansteril norteamericano con esta A Bout De Soufflé donde Poicccard contempla en los inicios los carteles de un cine. Más dura será la caída con el rostro de Bogart en primer plano sobresale. Belmondo musita un cariñoso: «Boggie». Y Goddard se recrea con un primer plano del actor. Y luego pasa hacia Belmondo, que lo mira extasiado y trata de imitar sus gestos. Goddard refleja con un simple corto de menos de un par de minutos, todo el significado de la nueva ola francesa: darle a la fantasía del arte un baño de realidad común. En A Bout De Soufflé Belmondo es el Bogart callejero y vulgar y Jean Seberg la Bacal sin el glamour de Huston.

Es curioso como Godard pone a actuar al propio Melville. Lo incita a hacer el papel del escritor Parvulesco, un discípulo de Evola, y quien a una pregunta de algún periodista, responde «Rilke era un gran poeta, así que probablemente tiene la razón». La «entrevista” a Parvulesco» recreada por Godard traería consigo esa especie de rescate del «escritor» como un elemento de la vida diaria y que se replicaría en obras influenciadas por la nueva ola como el Memorias del Subdesarrollo de Alea y su «reunión de intelectuales». Y otra cosa a destacar, A Bout De Soufflé es también una obra revolucionaria no sólo por el tratamiento de los personajes y la semblanza de Goddard acerca del ser humano, sino también por la manera en que el realizador francés trabaja la edición y corta centésimas de segundos de las escenas, dándole a la obra un carácter pop que era inédito hasta ese entonces.

En Le Samourai (1967), en cambio, un asesino a sueldo necesita sobrevivir a toda costa tras la ejecución de un crimen. Jean-Pierre Melville narra meticulosamente una de las películas más influyentes de la historia. Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Francis Ford Coppola, Jim Jarmusch , Luc Besson , los hermanos Coen y muchos otros han hecho filmes fuertemente inspirados en esta obra suprema .La cinta, de más está decirlo, es hosca y rala como el Jeff Costello, de rictus cruel y despiadado, de Delon. Melville, el más hollywodense de los realizadores de la nueva ola, soberbio, eficaz, pragmático y modesto, un narrador nato, un Faulkner del celuloide, era también un guionista soberbio. Por lo tanto, todo el mérito de Le Samourai también recae en su escritura, amén de aquellas otras cosas, como la música memorable de François de Roubaix y la cinematografía de Henri Decaë.

A mí me gusta situar a Melville como un realizador de la nueva ola francesa y no como un precursor, como algunos críticos insisten. La nouvelle vague, crecida al amparo del proteccionismo gubernamental impulsado por el entonces ministro de cultura André Malraux, permitió que el empuje de nuevos realizadores, casi todos previamente escritores y guionistas, dieran rienda suelta a sus apetencias de libertades creativas, rindiendo sentido homenaje al Hollywood de Hawks, Ford, Huston y Fuller, entre tantos otros. Y Melville formó parte de esto desde un inicio, pero desde la perspectiva de un realizador más y no de un padrecito protector. Su pérdida temprana ha engrandecido su obra, de la cual Le Samourai es la más inolvidable y soberbia.

Godard y Melville dibujaron un poco también toda nuestra infancia, a destiempo, pero con la fuerza del anhelo que nosotros, chiquillos de una nación pobre y colectivista, poseíamos de ser parte de ese mundo que nos estaba vedado. Gracias al amago de la magia del cine, recorrimos las calles de Paris atrapando a los malos o esquilmando a los buenos… gracias a A Bout De Soufflé y Le Samourai…

3044

El Oscar. Y qué diablos significa, desde hace varios años para acá ganar el Oscar? Absolutamente nada mínimamente elogiable. El Oscar, en todo caso, es el triunfo subjetivo del “buenismo” y la inclusividad que ya no es futuro, sino presente. Me divierten aquellos recios paladines de la “libertad “ y el “capitalismo“ que hoy lloriquean por un Oscar para Ana de Armas (y no me refiero a amigos que han escrito sobre el tema sin tomárselo a pecho) como si tal cosa poseyera u otorgara algún aval de fiabilidad profesional. El Oscar es desde hace ya tiempo, desde la apoteosis de la ilusión de la igualdad a ultranza, un simple premio político e, incluso, ideológico. Y casi les aseguro algo: la de Armas de la red avispa estará nominada por esta Blonde casi sin dudas, pues según los cánones del Hollywood podrido y liberal, la señorita de marras es latina y probablemente afro, es decir, una mujer no blanca, título que ya le endilgaron a Anya Taylor-Joy hace no mucho (esta última sí una excelente actriz, por cierto, a diferencia de la nacida en La Habana). Señores, el chovinismo fatuo apesta tanto como los otros pecados capitales del criollo.

3034

El propio carácter de la «democracia» occidental le aporta una cuota de autoculpabilidad a las naciones, cosa notable, específicamente, en la cultura norteamericana. Bad Day At Black Rock (1955) de John Sturgess, es un ejemplo tácito. Pero en la década de los cincuenta aún el victimismo no sobrepasaba los márgenes de la redención individual para afincarse en la neo cultura woke que hoy en día atosiga a las artes.

El carácter moral del personaje de Spencer Tracy se eleva sobre los pigmeos deontológicos que lo rodean para redimir al alma de la nación. Que dichos enanos escasamente justicieros estén ejemplificados por tres grandísimos actores como Robert Ryan, Ernest Bornigne y Lee Marvin es algo que nos habla del estado saludable del Hollywood de la época, a pesar del complejo de culpa que ya torturaba a la pieza de Sturgess. Desde entonces hacia acá, el mundo ha dado un vuelco…

3015. La Perestroika poética y visual de Tarkovsky

La obra de Tarkovsky es profunda como un abismo; una especie de Aleph borgiano «donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Su cuestionamiento filosófico es soberbio precisamente por no ser un asunto menor e indaga en tres conceptos que, en mi opinión, son los más determinantes de la naturaleza humana y su curiosidad intelectual: la vida, la muerte y el estoicismo de la trascendencia. Para el realizador ruso, el arte era una especie de reflejo de la existencia humana, una «muestra tácita de una verdad existencial que diera sentido a nuestras vidas». Lo de Tarkovsky es cine arte o poesía que «rehúsa los preámbulos y los principios». Es tanta y tan intensa la profundidad teórica de sus postulados que cualquier obra que no le corresponda nos puede parecer superficial y fatua. Su tiempo es lento y pesaroso. Jamás fue un narrador nato… no le interesaba serlo. Tarkovsky era (y es) un esteta que intenta convertir imágenes en versos.

Roger Ebers de hecho lo intuía cuando afirmaba que «Ningún director exige más de nuestra paciencia. Sin embargo, sus admiradores son apasionados y tienen motivos para sus sentimientos: Tarkovsky intentó conscientemente de crear un arte que fuera grandioso y profundo y se aferró a una visión romántica del individuo capaz de transformar la realidad a través de su propia fuerza espiritual y filosófica». Ya su Ivanovo Detstvo era una cinta compleja y sinuosa que prefería exhibir las ninfas delfínicas de la belleza antes que una lectura racional de lo que cuenta. Es en ese sentido todo un logro. Y por ello también es pretenciosa y frágil. Lo que Tarkovsky trata de narrar no es el holocausto de una niñez perdida y al mismo tiempo redimida. Lo que Tarkovsky intenta es esbozar que la tristeza existe pero, que no puede imponerse al voluntarismo patriótico de los hombres. El mensaje, muy a tono con las indicaciones partidistas de la postguerra, se enmascara tras un estilo inédito que traspasa los márgenes de la escuela realista rusa. Y allí reside el mérito conceptual del filme, en no parecerse a otros, en distanciarse en su ilusión estética, del resto de la manada orgánica.

La obra de Tarkovsky no es extensa pero sí sustanciosa. Y aunque en cada una de sus piezas sobresale la magnificencia del creador perspicaz y soberbio, hay tres filmes que, en mi opinión, son cardinales para el intento de comprensión de sus ideas y obsesiones: Andrei Rublev (1966), ese fresco histórico de una Rusia tan ajena a la soviética y que, sin embargo, intuye el paritorio de los soviets; Solaris (1972), la más estupenda respuesta a la Odisea de Kubrik; y el Stalker (1979) cuasi occidental, «pre perestroiko», ya en los albores de su «carrera, en el último lustro de su existencia. Tres obras difíciles y angustiosas, reflejo del genio atolondrado del realizador ruso. Tres piezas fundamentales de todo el séptimo arte y más allá; tres testimonios apoteósicos del misterio de la naturaleza humana.

Rusia tiene origen tártaro. Es hija del imperio de Bizancio. Y en su Andrei Rublev Tarkovsky propicia el encuentro entre la Rusia medieval y el imperio comunista de los soviets, doscientos años antes de la ascensión del principado Romanov y justo después del declive del poderío tártaro. El crítico Jim Hoberman nos dice que «Andrei Rublev se convirtió en la primera (y quizás la única) película producida en la era soviética en tratar al artista como una figura histórica mundial y al cristianismo como un axioma de la identidad histórica de Rusia». Y es cierto. El filme habla apasionadamente sobre la compasión de Jesús, sobre las masas ignorantes y tontas, sobre la roca no escalable del misterio de la naturaleza humana. Tarkovsky establece la relación entre arte, cultura y sociedad sin tan siquiera hacer una declaración de intereses, una reafirmación ideológica en plena Rusia soviética, lo cual no es poco. Filmada en blanco y negro, con locaciones exquisitas y un manejo excepcional de los extras, Tarkovsky usa una cámara de planos medios con paneos verticales u horizontales y, a veces, una vista cenital que desciende en picada y en ocasiones casi alcanza el nadir, para susurrarnos al oído que la historia importa en el devenir de los hombres.

Andrei es un ejercicio estético magnificente, pero también un postulado sobre nuestras gratitudes, virtudes y debilidades, desde una amplia perspectiva panóptica que puede adolecer en un primer vistazo de su carácter antropológico, pero que termina perdurando como un ejercicio de fe en casi cualquier cosa.  En el sufrimiento de Andrei, Tarkovsky plasma el nacimiento de la nación rusa. En la violencia mongola, el paritorio de una historia nacional, de un mito etnográfico. Va también, por supuesto, mucho más allá del mero historicismo. El encuentro de Rublev con los paganos establece la duda existencial de Tarkovsky, pero sin concesiones. ¿Es la fe quién redime o la naturaleza humana despojada de los avatares de la ascética cristiana? La disyuntiva semiótica es inevitable. Jame Russell describe esta pieza mejor que cualquiera: «Solemne, magnífico, asombroso: es difícil hablar del Andrei Rublev de Tarkovsky sin recurrir a adjetivos. Es aún más difícil conseguir que esos adjetivos abarquen la majestuosidad de esta tremenda película. Basado en la vida de un pintor de íconos del siglo XV, Andrei Rublev se compone de ocho actos que siguen a Rublev (Anatoli Solonitsyn) a través de los trastornos políticos y sociales de la Rusia medieval. A medida que prevalecen el hambre, los tártaros y la tortura, Rublev pierde todo sentido de propósito artístico y llega a renunciar a su voz, su fe y su arte».

Del ascetismo estético de Andrei Rublev, Tarkovsky muta a la filosofía «plana» de la oralidad existencialista de Solaris. El maestro, un esteta que privilegia sobre cualquier otra cosa la intención poética, reta la férrea visión materialista sobre la vida y sobre la naturaleza humana. Es algo que solo puede hacerlo alguien que duda de la muerte como fenómeno puramente biológico y terrenal. Y para ello se utiliza como catalizador a la novela de Stanislaw Lem, de la que Tarkovsky hace una recreación esencialmente libre, basándose en las emociones más básicas (amor, miedo, confusión y dolor, sobre todo dolor) para esbozar su historia. La ficción científica de Tarkovski no se ufana en predecir el futuro tecnológico o, incluso, social de la humanidad. Lem tampoco es Dick u Orwell o Aldous Huxley, estemos claros. Su determinismo es poético. Es decir, predomina la eidética de lo improbable, siempre desde una perspectiva lo suficientemente rala como para no incomodar a los burócratas del Komsomol. Tengamos en cuenta, una vez más, que la poética de la imagen es la hermenéutica a la que se aferra Tarkovski durante toda su obra.

Desde la perspectiva gráfica, Solaris aparenta por momentos ser una pieza casi plana, sin saltos estéticos al vacío, a no ser aquellas amplísimas e inacabables tomas del tercio final. Desde una visión humana, el logos de la obra es etéreo e impreciso. El enfrentamiento entre Burton y el panel de «tecnócratas» que evalúa sus «visiones», filmado en un sobrio tono bandicoot y estructurado modestamente en planos generales, medios y cercanos, es el ejemplo paradigmático del choque «cultural» entre las visiones del realizador y el status quo imperante que permitió y financió, por cierto, su proyecto. Los personajes retan el materialismo gubernamental de los soviets; Kris Kelvin, como psicólogo y hombre de ciencias, se rehúsa a tan siquiera considerar la posibilidad de que el arjé del cientificismo sea perturbable   Su posición es apodíctica. ¿Y las constantes reapariciones de Hari se deben a una confirmación de que las leyes físicas no son absolutas ni universales? ¿O acaso es el imaginario de que la mente establece las leyes «físicas» a las que nos sometemos?

Para J. Hoberman, por cierto, Solaris es la película más pop que jamás haya hecho el gran cineasta ruso, cosa con la que concuerdo en lo absoluto. Los colores notables de los pasillos interiores de la estación espacial, el magma deslumbrante y viscoso del «espacio» exterior, los encuadres «lyncheanos» del Kris agónico y enfermo, nos trasladan a la estética kitsch de Warhol y a la virtualidad ochentera de las artes, pero con varios años de ventaja. La impronta de Solaris es palpable y se cuela en las rendijas de toda obra posterior que haya tratado de priorizar el «misterio de las almas» por sobre cualquier consecución hollywodense del espectáculo visual. Perrota, Daniel Knauf, el propio Lynch y muchos otros llevan consigo la huella, el estandarte del maestro ruso y su Solaris transgresora, bucólica y soberbia. Lo notamos en el Twin Peaks raro y perverso de los noventa y en los rastrojos de la muerte descritos por Damon Lindeloff, en las letras de Jeff VanderMeer y en las preocupaciones de Alex Garland.

En 1979 Tarkovsky adaptaría la novela «Piknik Na Obochine» de Arkadiy Strugatskiy y entonces la genialidad cobraría vida. Stalker es la obra cumbre del cineasta ruso. Es una pieza que atesora una belleza estética incomparable y que al igual que Solaris no es una historia rusa; es una historia humana. Personajes marginales en busca de una especie de verdad metafórica a los que Tarkovsky introduce en «la zona», especie de memento geográfico que el maestro utiliza como una metáfora de la felicidad, quizás como descubrimiento del secreto de la vida o de la muerte, que al final es una misma cosa. Es como si Tarkovsky se hubiera adelantado, con su visión apocalíptica, al horror de un Chernóbil que sacudiría los cimientos de la sociedad soviética, por ejemplo. Por cierto, en los últimos años, los guías que llevan ilegalmente a los turistas a la zona de exclusión del desastre de Ucrania, en la vida real, han comenzado a llamarse a sí mismos «Stalkers».

Tarkovsky nos habla del horror; un pánico interno que viaja por los vasos sanguíneos e irriga vísceras y tejidos. La obra va del ocre perpetuo de Pizzolatto al mundo «real» y al verde gélido de «la zona». Tarkosvky nos habla también con los colores. Nos alecciona, nos maldice, nos provoca. Su pesadilla es nuestra pesadilla. El director de fotografía: Alexander Knyazhinsky, filmó en dos centrales hidroeléctricas desiertas en el río Jägala, cerca de Tallin, Estonia, aprovechando cada resquicio tonal donado por Dios. Allí es que se cocina, entre hálitos cancerígenos y atipias respiratorias, una crítica despiadada al materialismo marxista, a la pseudociencia excluyente del imaginario colectivista que rehúsa a desbordar los márgenes de la conciencia. Tarkovsky, desde su sitial vigilado, desde el centro del avatar panóptico que lo acecha y condena, supo poner en jaque a los estrictos guardianes de la anti fe, tan o más fanáticos y militantes que las legiones del Cristo crucificado. De allí el resultado terrible de su triste final, muriendo en el exilio, a la sombra de su Stalker memorable. ¡A la sombra de su obra!

3006. LOS HERMANOS PARODI EN EL IMPERIO

He visto Rocco E I Suo Fratelli (1960) en una copia original restaurada por la Cinemateca de Bologna y el L’Immagine Ritrovata Laboratory bajo la supervisión especial del director de fotografía original Giuseppe Rotunno. El negativo primigenio fue restituido en 4K y las dos escenas editadas luego del debut del filme en el festival de Venecia en 1960 aparecen íntegras en esta versión. También se incluye una escena removida del último carrete y que había sido preservada por el Archivo Histórico de Arte Contemporáneo de la Bienal veneciana. Todo este trabajo fue completado en el mes de abril del 2015. Rocco E I Suo Fratelli es el último Visconti en su etapa neorrealista. Homosexual, católico, comunista primero y luego anticomunista y uno de los principales objetores de conciencia del movimiento estudiantil de 1968, al cual llegó a equiparar con el advenimiento de un nuevo fascismo, Luchino influenciaría la forma de hacer cine posterior de una manera solemne, sobre todo a los realizadores del llamado nuevo cine norteamericano: Coppola, Scorsese, Schrader y tantos otros. Después de Rocco, el estilo de Visconti perdería los vestigios de naturalismo entregándose, tal y como alguien acertadamente notaría, a los artificios del rococó y al esplendor aristocrático.

La obra, inspirada entre otras cosas en un episodio de la novela «Il ponte della Ghisolfa» de Giovanni Testori, nos muestra el choque social y cultural entre el sur agrario italiano y el norte industrial y moderno. Rocco E I Suo Fratelli no deja de ser un ejercicio socialmente conservador, si entendemos que hablamos del conservadurismo típico del «comunitarismo proletario europeo» de mediados del siglo pasado. Los guajiros en la Habana del ex imperio romano, vaya; en este caso el Milán frío, húmedo y eternamente nublado de Visconti. Visconti siempre tuvo la virtud y el inmenso talento de reflejar con mucha gracia y también con una buena cuota de realismo el carácter colectivo del italiano medio, esa «malicia» del pillo de turno. Es Visconti una especie de Cervantes del cine italiano, cosa más notable en su etapa neorrealista, justo antes de las inmensas producciones de época o su período alemán. Visconti habla sobre la cotidianidad y sus miserias con una presteza formidable. Rocco E I Suo Fratelli está estructurada como una pieza fundamentalmente oral, y todo el aspecto academicista de la cinta gira en torno a tal obviedad. Visconti es sobre todo un narrador de hechos humanos y en ello se concentra.

Visconti remarca el carácter matriarcal de la cultura latina, específicamente la italiana rural. Sus personajes femeninos son extraordinariamente fuertes y poderosos. Katina Paxinai, la monumental actriz griega, luce soberbia como la matrona de la familia Parondi. Visconti también sitúa a la «femme fatale» en el centro del drama, como ya antes lo había hecho en su Ossessione. Annie Girardot es la ragazza troia que se interpone entre los dos hermanos. Una muy joven y talentosa Claudia Cardinale, por otro lado, sino la más emblemática de las actrices italianas, al menos la más hermosa, hace aquí una de sus primeras apariciones de esas que roban el aliento. Visconti no pierde el tiempo en devaneos y va directo al hueso. Su narrativa en Rocco es deudora del cine clásico norteamericano. En una época en que las nuevas olas europeas se alejaban de Norteamérica, Visconti se acercaba. No toma riesgos estéticos, excepto con los picados y contrapicados de la escena de la ruptura entre Rocco y Nadia o en el contrapunteo rítmico entre la pelea definitoria de Rocco con la destrucción final de Simone, el hermano díscolo y obsesionado y la propia Nadia.

La narrativa de Visconti es quirúrgica y tradicional. Rocco es un melodrama, hiperbólico, exultante, operático en su tramo final, donde se enfrentan dos caracteres, dos estilos de existencia, dos maneras de actuar frente a la vida: el tradicionalismo compasivo de Rocco y la oscura amoralidad de Simone, en medio de otras ramas que se bifurcan en la complejidad de la existencia, como la ética estricta del hermano Ciro o el pragmatismo existencial de Vicenzo. Delon que en aquel entonces era una especie de James Dean galo en pleno ascenso, cumple con las expectativas de cargar el pesado fardo del personaje principal; Visconti le entrega las llaves de su monumental historia. Y el resultado conclusivo es límpido como agua cristalina; al decir de Dana Stevens, crítica del NYT: «Ni la intimidad de barrio de Mean Streets ni la grandeza de las películas de The Godfather son imaginables sin el ejemplo de Visconti». Que el maestro italiano haya parido tal cosa bebiendo del clasicismo hollywoodense para luego ayudar a terminar con el mismo… no es poca cosa.

3004. VEN Y MIRA EL INFIERNO DE LOS HOMBRES

«Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía»

Apocalipsis 6:7-8

La vi en Cuba hace muchísimos años cuando fue estrenada en cine. Tenía yo casi la misma edad de Flyora. Probablemente tenía también sus mismos sueños y esperanzas. «Idi I Smotri» (Ven Y Mira-1985), la obra de Elem Klimov, es un horror inacabable como el foso del Palatino. Aun así somos capaces de admirarla con estoicismo tal y como cada día nos sorprendemos de la maravilla que es la vida.

La segunda contienda fue el apocalipsis. Y Bielorrusia… Dite, que alberga los últimos círculos del infierno. No hay heroicidad en guerra alguna, sólo dolor y horror y muerte, nos dice Klimov. Su testimonio es de aquel que advierte de la tragedia, o que simplemente la precede a la usanza de la garza, ese símbolo estético imaginado por el realizador para evocar a la tragedia y al oscuro final.

Flyora es un niño de catorce años que quiere unirse a los partisanos. Necesita un fusil con el que librar la guerra. La muerte se combate con la muerte, aunque esto sea un concepto demasiado cruel y extraño para un muchacho cualquiera. Pero es la realidad. Es el secreto que se repite una y otra vez a lo largo de la historia y de las generaciones. Flyora lo experimentará en su propia carne. Peor aún, Flyora lo experimentará en su alma.

A Klimov no le tiembla la mano para filmar las escenas más brutales que puedan imaginarse, como la quema de la aldea bielorrusa, donde tras tanta muerte y desolación, tras los graneros ardiendo en fuego del infierno y los gritos y el horror, tras todo el circo sangriento y la crueldad inacabable de los asesinos (ese concepto amorfo y, sobre todo, humano) subyace el parangón insoslayable de la voracidad del ser.

Tras ajusticiar a los soldados alemanes apresados y a los cómplices bielorrusos luego del resultado de alguna confrontación que jamás se nos revela, Klimov se regodea en pasear su cámara fría e impávida por los rostros de los muertos, como antes lo hizo para mostrarnos a las víctimas de los germanos abrazadas por el fuego. No es ya el realismo ruso de la posguerra, sino el hiperrealismo soviético pre Gorbachov.

Todo el estado anímico de la obra Klimov nos lo revela a través de los primerísimos primeros planos hiperrealistas del rostro de Aleksei Kravchenko, actor capaz de trasmitir el horror del asomo hacia el averno, a pesar de su amateurismo. Él es el Frodo imaginado por Tolkien, que atisba el fuego ensangrentado del ojo de Saurón.

Cuando Flyora dispara al cartel del Hitler «liberador», la historia retrocede. A cada disparo, un paso atrás de las tropas nazis; Bam! y los Einsatzgruppen retirándose de los caminos polvorientos de la Europa oriental; Bam! y las masas de adoradores del führer retractándose de sus saludos; Bam! y las avenidas de Berlín vaciándose previo a los actos multitudinarios nazis; Bam! y el propio Hitler en el regazo de su madre con ojos inocentes y curiosos… Entonces Flyora que ya no puede disparar.

Klimov destruye el circo perpetuo de la muerte, un acto realmente naif que establece el ideal utópico de la paz por mediación de la detención de la violencia. Pero la crueldad, que además ha seguido manifestándose en forma de confrontaciones militares desde siempre, también puede encontrarse en los contornos de la vida diaria, garantizándose así su imperturbabilidad perpetua. No es una cosa mala ni tampoco buena. Es sólo parte de la naturaleza humana. Y «Idi I Smotri», a pesar de su intención, es un recordatorio innato de tal cosa.

3002. EL CARPE DIEM DE DEMME.

Melanie Griffith y Ray Liotta

«La nariz rota no te va a matar, Nelson».

La trascendencia es la preocupación vital del hombre, porque significa en cierta forma derrotar a la muerte. Nada más angustioso que el paso fantasmal por los avatares de la vida. Borges extrañamente nos adelantaba una sentencia epicúrea: «En este invierno están los antiguos inviernos», realzando el carácter trágico del Carpe Diem de Horacio… carpe diem, quam minimum credula postero… Lo cierto es que, por regla general, no queremos morir. O al menos, ante la inevitabilidad del hecho, si morimos ansiamos teñir de cierta gloria nuestro paso por la vida.

La espada de Damocles del Memento Mori siempre colgará sobre nuestras almas infelices. La máxima de Schopenhauer es certera, «La vida, una vez perdida, no se puede recuperar». La Audrey Hankel de Melanie Griffith lo sabe a ciencia cierta. El Charles Driggs de Jeff Daniels lo intuye y se convence. «Something Wild» (1986) es una obra que trata sobre el límite de las libertades y sobre el carpe diem de Horacio. Sobre la renuncia de los hechos normales y la voluntad de vivir a tope. Es un concepto muy ochentero, por cierto.

Una chica salvaje acostumbrada a existir al límite y un joven yupi neoyorkino que apenas si posee conciencia de que la vida se escurre. Si algo aparte de «The Silence Of The Lambs» hizo Jonathan Demme que pudiera perdurar, fue esta «Something Wild», una pieza repleta de ese aliento salvaje de supervivencia que nos anima a cada paso. «La vida es un entretenimiento frívolo con un final atroz», nos dice Bioy Casares. Por eso, como revela Cervantes en el Quijote, «Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza», un apostolado de naturaleza concluyente que también implica riesgos, pues cuando quemamos las barcazas, por delante sólo nos queda el mar profundo e insondable.

«Something Wild» no es más que una road movie ochentera muy bien escrita por E. Max Frye cuando éste todavía estaba en la escuela de cine. Frye, de más está decirlo, recoge el espíritu de la era cuasi a la perfección. Y tenemos en ella a Melanie Griffith como la reencarnación de Marilyn.; una Marilyn salvaje e irresistible; una Marilyn aparentemente malvada. Ray Liotta, en su primer protagónico, inquietante y soberbio, fue recomendado por la propia Melanie, quien lo conocía desde los tiempos de sus clases de actuación. Y Demme se aprovecha del talento y las ganas. Y termina armando una historia entretenida y sagaz que ya es parte de nuestra memoria sobre un tiempo pasado y mejor.

3001. CINE NEGRO A COLOR

Desert Fury, con Burt Lancaster y Lizabeth Scott

Era apenas un muchacho cuando cayó en mis manos el «Cosecha Roja» de Dashiel Hammett. Sus páginas teñidas de sangre se parecían a las calles de Colón, a sus barriadas. Sus matones eran los mismos de La Creche. El detective sin nombre, rudo y áspero como un tronco sin alma, era un paradigma inalcanzable para quienes pretendíamos, a nuestros escasos años, elevarnos sobre el bien y el mal. La propia novela inspiraría, cosa de la que me percataría más tarde, a clásicos del cine como «Yojimbo» y «A Fistful Of Dollars», Kurosawa y Leone. Casi nada. Luego arribarían a la casa de la calle Agramonte Sam Spade y el gran Philip Marlowe, Raymond Chandler y James Mallahan Cain, la colección de cuentos de la Black Mask, el halcón maltés impregnado de Bogart, la llave de cristal, el sueño eterno que es la muerte y el largo adiós que es el final, un cartero que repite la llamada en aquella noche tempestuosa, los intentos frustrados de la escritura hispana y la semana negra de Gijón.

El cine noir sería parido por la literatura. Sus claves argumentales son las mismas: un tipo duro y levemente amoral que carga sobre sus hombros la decencia perdida; una mujer fatal capaz de complicar hasta al más pinto, la Gea que ha dado a su hijo Cronos una hoz asesina; el policía dubitativo o corrupto que se debate como Orestes frente a su madre insoportable; la muerte que ronda cada resquicio y cada esquina…  Para el maestro Chandler la literatura negra debía ser realista y verosímil, sencilla y sorpresiva, coherente y honesta. Su alter ego visual debía de desandar los mismos causes. Para ello no basta una línea soberbia y bien escrita o una alocución cualquiera sobre los vientos ardientes del Santa Ana (Chandler comienza uno de sus cuentos evocando a la esposa que pasa sus dedos sobre el filo del cuchillo de cocina mientras el calor del desierto le causa angustia). El cine es poesía gráfica y no oral. Es así como el expresionismo exportado de la Europa germana (Josef von Sternberg, Otto Preminger, Fritz Lang, Michael Curtiz, Charles Vidor, Robert Siodmak) se convirtió en una característica ineludible de las obras del género, además del rasgo más distintivo y cardinal y, sin embargo, vulnerable de toda la cinematografía noir: el color en blanco y negro que se erigiría como metáfora impenitente del mal.

Para muchos fue William Wyler, uno de los artesanos más excelsos que pariría el cine de los grandes estudios, quien inauguró el género en 1940 con la adaptación de una obra de teatro escrita por William Somerset Maugham, «The Letter» (1940), protagonizada por Bette Davis. Es probable, pero al menos demuestra una cosa: las historias pueden ser adaptables, pero la estética es primordial. Allí donde prime una sociedad violenta, cínica y corrupta (en todas partes) habrá espacio para revelar, como las profecías delirantes de las pitias del oráculo de Delfos, el cáncer que metastiza cada linfonodo, cada resquicio del cuerpo putrefacto en el que moramos todos. ¡Y tal enfermedad horrenda tenía que ser contada en blanco y negro! Sin embargo, hay ejemplos (como los que traigo a colación) que rompen con la idea artística clásica que se tiene del género, con el conservadurismo teórico de que el cine noir es aquel que se filmó en los cuarenta y cincuenta bajo las rígidas normas del expresionismo bicolor.

A mí en lo personal me parece que los prolegómenos del cine negro no se le pueden adjudicar a Wyler sino a John Huston, quien rodaría su propia adaptación de una novela escrita por Dashiel Hammett, «The Maltese Falcon» (1941) y pondría en el rol principal a Humphrey Bogart (un sólido actor que hasta ese entonces solía interpretar rudos delincuentes al margen de la ley en las cintas gánster proto-noir de la década del treinta) como el personaje icónico por excelencia del género (no olvidemos que Bogart también fue Philip Marlowe en el «The Big Sleep» de Howard Hawks, un guión adaptado por William Faulkner de la novela de Chandler). Y todo el clasicismo del género se repartiría justo hasta antes de la década de los sesenta, cuando la muerte de los grandes estudios decretaría el final de una época. «Laura» (1943) de Preminger, « To Have And Have Not» (1944) nuevamente de Hawks, «Scarlet Street» (1945) de Fritz Lang, «Gilda» (1946) de Charles Vidor, «The Lady From Shanghai» de Orson Welles, «Key Largo» (1948) y «The Asphalt Jungle» (1950), otra vez de Huston, «Strangers On A Train» (1951) la adaptación de una novela de la gran Patricia Highsmith por parte de Raymond Chandler y dirigida por Alfred Hitchcock, entre otras, constituyen el pináculo, lo que más brilla y vale de un género que se adueñó del cine norteamericano de la guerra y la post guerra y que aún hoy es un recordatorio de cuánta gloria se ha perdido en el arte.

Sin embargo, les vengo a hablar de algunos filmes que pese a ser considerados dentro de la categoría noir no cumplen, en mi opinión y también en la de la casa restauradora Criterion Collection (que publicó en su canal una amplia selección de piezas no «ortodoxas» de la cual yo he seleccionado cinco) con las características típicas legítimas que se le ha adjudicado al género. Un par de párrafos arriba les comentaba que el noema de la filmografía negra es su expresionismo bicolor. Y la principal afrenta estética que podía imaginarse en aquellos tiempos de puritanismo (en el buen sentido del término) era utilizar el Technicolor o el Cinemascope para hablar sobre la corrupción y la codicia, sobre la criminalidad y los pecados. El Technicolor tricolor (desarrollado hacia finales de la década del treinta) y el posterior Cinemascope surgido ya en los cincuenta, intentarían también imponerse (recordemos que la pantalla grande debía ser un espectáculo) más allá de especies y de variedades y en ese sentido no reconocían fronteras.

«Leave Her To Heaven» (1945), un melodrama filmado por John M. Stahl, ruso judío nacido en Azerbaiyán y fundador de los estudios MGM, de larga carrera en el cine mudo y una aceptable transición al cine hablado, fue la primera cinta considerada «negra» que se apartó de los cánones estéticos del género. Rodada en un impresionante Technicolor que tiñe todo a su paso, con un guión de Jo Swerling basado en una novela de Ben Ames Williams, un escritor que publicó muchísimos cuentos en el Saturday Evening Post y que tras la Gran Depresión comenzó a crear novelas, narra la historia de una mujer fuerte y posesiva, capaz de hacer casi cualquier cosa por salirse con la suya, que termina engrapando a un hombre bueno y decente en una espiral de horror y dolor. El crítico Aren Bergström, de hecho, afirma que «Gone Girl», la cinta de David Fincher, es una especie de versión moderna de la pieza de Stahl, cosa que podría ser medianamente cierta. Gene Tierney, de mirada incisiva y rictus de severidad inconmovible. desborda la pantalla, se roba cada aliento. Tierney no era una belleza tradicional, por cierto. Delgada y en ocasiones pétrea, con dentadura imperfecta y mohín despectivo, se alejaba estéticamente de otras estrellas femeninas de la época. Para ese entonces se hallaba en su prime. «Laura» de Otto Preminger y «Heaven Can Wait» de Ernst Lubitsch así lo atestiguan.

En «Leave Her To Heaven» no tenemos presente a un tipo duro y levemente amoral que se sobrepone al ambiente hostil que lo rodea. El Richard Harland de Cornel Wilde es un hombre débil y manipulable, una imagen vívida del escritor como víctima referencial, algo típico de la cinematografía de Hollywood a lo largo de su historia. No hay detectives privados ni policías corruptos, no hay crímenes para ser investigados ni patriarcas millonarios que esconden algún hecho delictivo. En ese sentido, aparte del Technicolor, el filme de Stahl se acerca más al típico melodrama que a las historias de Hammett. Y como curiosidad, podemos atisbar en esta pieza algunos signos de modernidad, como la ingesta de sándwiches de pavo y las cremaciones a los muertos, por ejemplo.

«Desert Fury» (1947), de Lewis Allen es, en cambio, una especie de policiaco rural. También rodado en Technicolor, posee un par de curiosidades, las de ver a Mary Astor, aquella estrella del cine mudo que luego había triunfado junto a Bogart en «The Maltese Falcon» y a un muy joven Burt Lancaster que aquí filmaba su primera película en Hollywood, aunque «The Killers», que se produciría después, se estrenaría primero y sería reconocida por muchísimos especialistas como el primer título de su carrera. Grueso error. El guión adaptado del excelente Robert Rossen sobre una novela de Ramona Steward posee diálogos chandlerianos y personajes intensos. Las escenas se rodaron en locaciones de la pequeña ciudad de Piru en el condado de Ventura, California, que gracias al color revelan la belleza infinita del medio oeste norteamericano. Lizabeth Scott, una actriz histriónicamente limitada pero muy competitiva que adquirió fama en la década de los 40 y los 50 por sus papeles en cintas noir y por su relación con el productor Hal Wallis, da vida a una mujer víctima de las circunstancias, muy alejada del canon de la belleza infausta y fatal que caracterizaba al género. «Desert Fury» es básicamente un melodrama.

Pero lo más interesante y poco usual de la historia narrada por Lewis Allen es el contenido que se cuenta. El experto en cine negro Eddie Muller escribiría: «Desert Fury es la película más gay jamás producida en la era dorada de Hollywood. El filme está saturado con un color increíblemente exuberante, diálogos rápidos y furiosos llenos de insinuaciones, dobles sentidos, oscuros secretos, indignadas bofetadas, sobreexcitados violines de Miklos Rosza… ¿Cómo ha escapado esta película a su renacimiento o al estatus de culto? Es Hollywood en su forma más gloriosamente loca». Y es que la relación que se cuenta entre los villanos de la historia, el Eddie Bendix de John Hodiak y el Johnny Ryan de Wendell Corey, alejada de poses y maniqueísmos, asombra por su audacia y realismo. A más de una pareja de homosexuales he conocido yo que conducen su relación de la misma manera en que Allen la muestra.

Dentro de los filmes atípicos de la categoría noir rodados a color sobresale una cinta que vi por vez primera cuando vivía en Cuba y el cine era una de las pocas vías de escape existencial a la barbarie monótona del castrismo. «Niagara» (1953), que establecería al fenómeno Monroe como un hito del arte, fue dirigida por Henry Hathaway, que para ese entonces ya atesoraba una larguísima carrera como realizador. Probablemente la más negra de las cintas que aquí reseño, «Niagara» muestra a las cataratas como metáfora de la vida: apacible y cálida en su remanso, brutal y despiadada en la caída. Marilyn Monroe en el comienzo del pináculo de su carrera cimenta el estereotipo de la mujer fatal, fría y calculadora en contraposición a la muy dulce Jean Peters, que no mucho después desaparecería de la vida pública junto a su marido el multimillonario Howard Hughes. Hathaway, que narra con precisión y gracia, sabe tensar la cuerda del suspenso y filma directamente una cinta hitchcockniana. En términos «morales» también hay una interesante contraposición entre el conservadurismo de la pareja Cutler en contraste con la liberalidad asesina de los Loomis. Marilyn estrangulada en el campanario de la Rainbow Tower, por cierto, es el reflejo nítido del drama y de la muerte.

«Black Widow» (1954) filmada en Cinemascope, es una pieza que aparentemente se encuentra mucho más cerca de Agatha Christie que de Raymond Chandler. Sin embargo, ¿acaso toda la literatura negra (y por ende, el cine noir) no nacen de la matriz inacabable de la literatura tradicional de crimen y misterio? Nunnally Johnson establece una narración lineal, típica de la época, pero también asume el riesgo de experimentar con los tiempos hacia el final del metraje, cuando ya se dilucidan los misterios. La historia es sencilla y está muy bien engranada, aunque el epílogo no deja de ser forzado. Una hermosa imagen colorida de New York desde la amplísima ventana del apartamento al que arriba Nancy Ordway (la ex estrella infantil Peggy Ann Gardner) da cuenta de las bonanzas del Cinemascope y alejan a este filme del tradicionalismo, aunque aún haya lugar para convencionalismos argumentales como la presencia de la mujer fría y manipuladora que convierte en víctima a su presa, el infausto Peter Denver, quien tiene que salvarse así mismo ejerciendo como investigador de la farsa que se ha montado. Gene Tierney, en un papel absolutamente diferente al de Leave Her To Heaven, demuestra cuán gran actriz era. Van Heflin, Ginger Rogers, Reginald Gardner y el mítico George Raft, aquí haciendo el papel de un escéptico policía, completan un reparto clásico e inolvidable.

«House Of Bamboo» (1955), dirigida por Samuel Fuller y filmada en CinemaScope y en DeLuxe Color, fue una de varias películas de la 20th Century Fox producidas por Buddy Adler que se rodaron en Asia en la década de los cincuenta. La historia creada por Harry Kleiner, un guionista puro, es una especie de antecedente del Black Rain de Scott al desarrollarse en Japón donde fisgones norteamericanos investigan la muerte de un sargento militar. Pero mientras Scott tiñe de oscuro su historia y sus personajes, Fuller realza sus colores. El tema no es característico del cine negro. Es en realidad una cinta policiaca casi ortodoxa, con un cierto componente del cine gansteril, una rareza conceptual y argumental para la década en que fue filmada. En términos estéticos e incluso argumentales, «House Of Bamboo» no es una cinta noir. Y si acaso resalta algo es la fotografía del veterano Joseph MacDonald, que ya antes de este trabajo había estado a cargo de la cinematografía de «Viva Zapata», el filme de Kazan. Un tren que atraviesa los sembrados helados frente al monte Fuji en Yokohama. El Tokio primitivo de la posguerra con sus aceras mullidas y sus viejos edificios…

Ninguno de los cinco ejemplos enumerados aquí es un arquetipo paradigmático del cine negro, eso ya lo sabemos. Y quizás muchísimas otras obras conceptualizadas dentro del género tampoco lo sean. Una pieza exacta que responda a los cánones previamente establecidos en cualquier manifestación del arte es casi un imposible reservado a los puristas. «Leave Her To Heaven», más melodrama que otra cosa; «Desert Fury», una rareza cuasi inclasificable; «Niagara», una pieza de claros tintes hitchcocknianos; «Black Widow», un policiaco a la usanza de los escritores de «misterio» (esta denominación también suele otorgarse al cine y la literatura noir, cosa con la que no concuerdo); y la historia de Fuller de «House Of Bamboo» son muestras de un cine vibrante que, sin embargo, nunca se les debió haber colgado el cartelito de marras.

2096. UNA BALADA QUE TRASCIENDE

Alyosha atravesará la Rusia moribunda en medio de las almas que vagan por las laderas del Estigia, en espera de la buena disposición del barquero Caronte. Desandará tumultos de gente buena y llana. En vez de ninfas, sátiros, silenos, pastores y vinateros; soldados, tullidos, ancianos y mujeres. En vez de las bombas y la muerte, el romance imprevisible de la adolescencia. Alyosha abrazará a su madre tan sólo unos segundos con todo el dolor y el amor que son posibles para luego volver al frente de batalla. Es el voluntarismo estoico de la guerra, el esfuerzo postrero del deber.

«Balada De Un Soldado» (1959) es una obra maestra del cine universal, no sólo del cine soviético de la posguerra. Dirigido por un veterano de la contienda, Grigoriy Chukhray, la pieza posee el valor inestimable de hablar sobre la condición humana. Más allá del puritanismo ideológico marxista o del espíritu anti aristotélico del ortodoxismo corpóreo, se impone la razón de la vulnerabilidad. Y es que «Balada De Un Soldado» es una pieza extremadamente hermosa, donde el culto al coraje se revela como una debilidad y, al mismo tiempo, un deber inexcusable. Es la dualidad que acompaña a las obras magnas.

Alyosha no es un ser supremo ni un hijo dorado del comunismo estaliniano. Alyosha es simplemente un muchacho con todo el miedo y la alegría que podría tener cualquier adolescente en su lugar. Al abatir al inicio del metraje a los dos tanques nazis que avanzan hacia él, lo hizo por un espíritu natural de sobrevivencia y no por un acto de heroicidad planificada. Al ayudar al soldado amputado que regresa a casa, pone de manifiesto una cuota de humanidad que es inherente a casi todos; yo hubiera hecho lo mismo en idénticas circunstancias. Al arrebatar de vuelta el jabón de regalo que poco antes había entregado a la esposa infiel de un compañero de batallas, demuestra que a ira es un sentimiento natural. Cualquiera de nosotros habría sido Alyosha, con poca o mucha suerte.

La presencia poderosa de la hermosa Zhanna Prokhorenko como contrafigura de Vladimir Ivashov, la exquisita fotografía realista de Vladimir Nikolayev y Era Savelyeva (de lo mejor y más preciso y cuidadoso que se haya retratado alguna vez) la música formidable de Mikhail Ziv, con aún vestigios de aquellas complejas estructuras tonales y temas progresivos que prevalecieron durante la guerra, terminan por conformar una pieza estructuralmente soberbia, estéticamente formidable y humanamente remarcable que debiera ser de materia obligada para todos quienes amamos la belleza. Grigoriy Chukhray, un miembro destacado del neo romanticismo, movimiento que creció al amparo de Nikita Khrushchev hasta que éste decidiera que el arte y la cultura rusa debían regresar a los tiempos del realismo socialista estaliniano, debe haber muerto feliz y complacido a sus ochenta años en aquel apartamento de Moscú; algunos hombres tienen la suerte de trascender entre sus semejantes.