
Cuando en 1987 el casi novato Steve Rash filmó un guión del debutante Michael Swerdlick titulado Boy Rents Girl, pero que luego saldría a la luz como “Can’t Buy Me Love” (tema homónimo de The Beatles incluido al inicio y cierre), no se estaba haciendo otra cosa que parir, inadvertidamente quizás, una pieza emblemática y sustancial de aquella maravillosa década de los ochenta. La obra, presentada en Cuba no mucho tiempo después, pasaría a engrosar mi panteón personal de cintas representativas de una época en la que compartía con personajes e historias un mismo elemento coincidente: edad y herencia generacional. Can’t Buy Me Love, además, ayudaría a engrosar ese sentimiento irredimible de rebeldía ante una realidad que impedía a toda costa llevar una misma vida que los caracteres presentados en la pantalla. Era una cinta gusana, resumiendo.
Ronald Miller, un nerd invisible ante los ojos de quienes no conformaban su grupo, decide alquilar (“Novia se alquila” fue el título con que la conocimos en la isla) a una hermosa chica senior, capitana del equipo de cheerleader’s, para volverse popular y poder sentarse en el lado del comedor donde almorzaban los exitosos. Ronald también amaba a la muchacha inalcanzable, claro, pero luego de cumplir su objetivo se convertiría en algo que no era: un aborrecible, pretencioso, insensible y falso conquistador capaz incluso de rechazar a la muchacha generadora de su “éxito” en aras de calzar en ese nuevo mundo que se había fabricado a la fuerza. Ya casi hacia el final, humillado y descubierto frente a todos, luego de haber descendido a los infiernos, es capaz de redimirse por mediación de una gesta heroica que aún hoy, 35 años después, logra emocionar a un espectador cualquiera.
“Can’t Buy Me Love” es testimonio de aquellos tiempos gloriosos, la etapa reaganista, donde cualquier manifestación artística valía sobre todo por lo que era y no por lo que representaba, donde los creadores no soportaban sobre sus cabezas la espada de Dámocles de la censura moderna, jalonada hoy en día por una teoría buenista de inclusión forzada en la que todos pueden sentirse humillados o agredidos casi por cualquier cosa y donde la representatividad a cojones es un requisito imprescindible para ser considerado confiable desde una perspectiva humana, ética y moral. Es, en resumidas cuentas esta pieza de Rash, una obra libre y sin complejos que sigue apelando a la nostalgia soberbia de una generación y a las lagrimas de todos quienes hoy somos conscientes de que la vida se ha escurrido y de que somos más viejos y vulnerables. Amen por eso.
Post data: en paz descanses, Amanda Peterson, donde quiera que estés. Fuiste parte importante del pasado de todos.
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