125. To Kill a Mockingbird

“To Kill a Mockingbird” es, a la luz de los tiempos que corren, una película mediocre. Ha envejecido mal, convirtiéndose así en un reservorio de lugares comunes. Las actuaciones son horribles y acartonadas, su espíritu estético anda alejado de la década de los sesenta, perteneciendo a ese período del cine en que la modernidad aún no se había hecho presente. Pero, sin embargo, atesora un interés antropológico indiscutible: es el reflejo de otros tiempos, más simples, más directos, más concisos. La naturaleza humana, con sus imperfecciones y también sus bonanzas, no había degenerado aún hacia esta sarta de complejidades tan incomprensibles como inexplicables en que perduramos ahora. Partiendo de esa base, la pieza de Mulligan es disfrutable y valiosa.

124. La sombra de una sombra

El universo ‘fantástico’ de J.K Rowling ha llegado a un punto de agotamiento tal, que ya se torna insoportable, cansino, abrumador. “Fantastic Beasts and Where to Find Them”, la última cinta de David Yates, es un ejemplo de ello. Petulante, demagógica a empujones, intolerantemente pedagógica, la historia apenas si se sostiene. Tanta palabrería forzada y tanto afán por demostrar ingenio, terminan por lastrar un proyecto que se ha convertido en la sombra de una sombra. Ni más ni menos.

123

Viene de Texas y es chicana, me dice con orgullo. Allá los estacionamientos son más grandes, si claro, lo sé. Estuve viviendo en Houston por dos años. ¿Y tú acá en Florida? ¡Mira eso! Tienes que limpiarte para poder tomar bien la muestra. ¿Has tenido escalofríos? ¡Ya sabía yo! La casa es un desbarajuste. Nada, absolutamente nada en su lugar. Todo está sucio y huele mal. Alcanzo a atisbar una minúscula sala con un mullido sofá, encima del cual un adolescente afroamericano no despega sus ojos del celular, excepto para gritarle a un pequeño encaramado en un triciclo: “Shut up and don’t make a noise, bitch, I’m focused on this!”. Montones de figurillas abarrotan la mesa del televisor. Sí, deben de estar los resultados en cinco días. Los cultivos se demoran. ¡No me digas! Andan buscando una bacteria. ¿Eso de que la Eschericia Coli viene de la mierda es cierto? Salgo de la pequeña y miserable casa donde el hedor es casi insoportable, y aún tengo tiempo de notar aquel letrero azul invocando la llegada de Hillary Clinton. En la esquina, un par de jardineros negros corta el césped con una de esas maquinillas chapeadoras…

122. Requiem por The Walking Dead

Hasta que el “buenismo” más ramplón terminó alcanzando a The Walking Dead, otrora una de las piezas más brillantes y amargas jamás filmadas. Demoró la friolera de ocho temporadas, a pesar de los amagues previos. El último capítulo exhibido por AMC es un monumento a la más cobarde claudicación. De ahora en adelante reinará la anarquía de la corrección artera y vil. Es algo que merece un réquiem…

121. A Quiet Place

A Quiet Place, la cinta de John Krasinski, es una típica invención de Bryan Woods y de Scott Beck. En un mundo apocalíptico, una familia intenta sobrevivir al horror de la muerte amparándose en la única vía de salvación posible: el silencio. Toda la obra ha sido estructurada en torno a esta máxima, de allí su trascendencia estética, que no es poca. A Quiet Place es, sin duda alguna, una de las piezas de horror más brillantes de lo que va de siglo.

Krasinski ha dibujado la prevalencia del silencio no desde la óptica contemplativa de los antiguos griegos, aunque en cada narrativa sobre la sobrevivencia hay una cuota de estoicismo, sino desde el obligatorio calvario del pavor. Al hecho esbozado por Zenón de que el mal es necesario para que exista el bien y a ese puritanismo filosófico de que sin libertad no hay moralidad ni virtud, se antepone acá una simple y elemental máxima: el sacrificio por la familia es un instinto natural que termina otorgando a la virtud el carácter irredimible de bien superior del hombre. Krasinski tiene el genio y el talento para narrar una dicotomía tan compleja. Su futuro es inmenso.

120. LV

Y LV era piloto ¿viste? Y usaba su uniforme azul y la gente lo miraba en los pasillos de los aeropuertos. En Buenos Aires era un rey. Sus amigos lo admiraban y las aeromozas le hacían la corrida, che. Y luego cuando juntó una platica se vino a vivir al Sur de La Florida, para disfrutar del sol y del dinero del retiro, que era bueno ¿viste? Y es que LV era un personaje bárbaro. Pero y luego, como todo en la vida, se fue poniendo viejo y terminó en un ALF cualquiera por allá por el South West. La guita se le acabó, tarado, como todo se acaba en este mundo ¿viste? Y al menos lo acompañaba la memoria hasta aquella tarde aciaga en que resbaló en el baño y fue a parar al hospital. Fue cerca de las navidades ¿te acordás? Ya nunca más supo ni siquiera de sí mismo. No sabe dónde vive, dónde come, dónde mea. Ni conciencia tiene de sus pampers. ¿Y la familia, preguntás? Y la familia vale mierda, viejo. Si acaso un sobrino se aparece de vez en cuando. Los demás todos lo han olvidado. Vive su pesadilla solo; o su milagro. Acordáte que Dios nos priva de la memoria para hacernos llevadero el tramo final. Y sí, la vida es una mierda ¿viste?

119. Dice Gustavo Fring…

La exposición del ego en “Breaking Bad” no es asunto de poca monta. Ya hacia la tercera temporada, quizás la más sombría de la pieza, Walter White llega a sentir celos del producto fabricado por Jesse Pickman, estableciendo aquel axioma de “Respeto la química” del que luego se apropiaría el brillante Chuck McGill en “Better Call Saul” para cuestionar la licencia de abogado de su tarambana hermano. (“La ley es sagrada”, repetiría en más de una ocasión…) El celo profesional ha sido para Vince Gilligan un leit motiv que modela a los personajes a imagen y semejanza de sus complejos y desequilibrios. La sensación de superioridad de una de las partes, el temor a la pérdida de ciertas cuotas de poder ha generado toda la dinámica generadora de conflictos en ambas piezas maestras. Aunque al final todo el debate sobre la legitimidad termina resumiéndose al instinto más básico y animal. “La misión de un hombre es alimentar a su familia”, dice Gustavo Fring. Y no queda otra cosa que otorgarle la razón…

118. Downfall

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La historia se ha erigido sobre el horror y no sobre la gloria. Es así como la narrativa de los hombres no ha sido más que una sucesión de grotescas y horrendas circunstancias que, llegado el caso, han terminado por sobrepasar aquellas cualidades que reconocemos como hermosas o loables o maravillosas. Cuando Wilhelm Marr creó el término de “antisemitismo”, no hizo más que etiquetar un vetusto odio de 2 mil años, adjudicando una definición demasiado amplia para una problemática muy puntual: el desprecio al judío. La construcción filológica de Marr ha sido en buena parte, eje central para las explicaciones de la génesis y concreción de la segunda guerra mundial.

“Downfall” (Der Untergang), la cinta de Oliver Hirschbiegel es un recopilatorio esmerado y minucioso acerca del horror claustrofóbico de la muerte que se aproxima. Nos aleja de la perjudicial envoltura del arquetipo más trivial, contándonos los días finales del tercer Reich y de Adolfo Hitler desde la perspectiva de la joven secretaria del fuhrer, Traudl Junge, testigo excepcional del llamado “fin de la historia” con que los defensores del excepcionalismo ario tasaron la debacle del nazismo. Junge, ajena a las políticas judeofóbicas del régimen alemán (el término más preciso corresponde a Leon Pinsker) mira con cierta simpatía y nostalgia aquellas horrendas jornadas de desesperación y pérdida de la fe.

Toda construcción mesiánica responde al precepto del molde fabricado por las masas. Quizás sea Adolf Hitler, en ese sentido, el arquetipo sustancial del tirano perfecto. Sus delirios desbordados, su carisma innato, su calidez y su frialdad al mismo tiempo le llevaron a proponer el demencial onírico de la Germania intachable e invencible. Sus días finales son una corroboración de su genio y su locura que, a diferencia de lo que muchos piensan, parecían funcionar en un nivel de menor relevancia psicótica de lo que podría preverse. De allí la desilusión definitiva justo antes del colapso, la orfandad y el reconocimiento de la derrota más cruel.

El final de la historia del tercer Reich es un compendio de pequeñas y grandes traiciones, de fidelidades y fanatismos, cubiertos todos por el velo implacable de la simplificación de los hechos. El mérito inmenso de Hirschbiegel en la pieza de marras descansa precisamente en el alejamiento de los maniqueísmos, en la apropiación de la certeza (no hay demagogias en el desapasionamiento) con que desarrolla diálogos, personajes y hechos.

El objetivismo de Hirschbiegel resulta, incluso, estremecedor. Consciente de la validez de los postulados de Jung y la teoría de los arquetipos, sabe que todo está en nosotros. Nosotros somos un poco todos nuestros antepasados. La historia del tercer Reich es también la historia de Alemania, Europa y del mundo restante. Quizás por ello aquella escena estremecedora en que la esposa de Goebbels, ya avanzada la noche, va partiendo la cápsula de cianuro en las bocas de sus hijos, sus queridísimos y entrañables hijos, ya dormidos.

117. Una trova ahí…

El sabio gnóstico, filósofo e historiador Emmanuel de la Campa, ya había avizorado cuatro siglos atrás esa reunión malsana entre el emperador en ejercicio, un hombre de piel oscura y cabello ingobernable, y aquel otro de mirada oblicua y uniforme del color de los olivos de Getsemaní. Fue en su “History of Saecula Venire” donde predijo que dicho encuentro “en alguna región calurosa del mundo nuevo” daría inicio a la pérdida real de la moral no en su versión teórica como lo había aventurado aquel viejo ayudante de Guillermo De Baskerville, sino en el pleno ejercicio de la aequaliter ethics.

En la versión en latín, sin embargo (la única que sobrevive de la “History of Saecula Venire”) no aparece aquel escrito que algunas historias apócrifas adjudicaron al mismísimo de la Campa y que narraba cómo el del uniforme del color de los olivos adjuraba a su cargo a muy avanzada edad tras dar a conocer al mundo una relación apasionada y prohibida con uno de sus asesores más cercanos.

El antropólogo Arizona Tristan James juró haber visto en unas ruinas hebreas en las afueras de Cafarnaúm un pergamino que, traducido del arameo antiguo, hacía referencia a la misma profecía revelada por Emmanuel. Pero en la opinión del estudioso inglés, que extravió el hallazgo tras haber sido requisado por los nazis cuando se dirigía a El Cairo, el trazo y el lenguaje de las escrituras de Cafarnaúm podrían corresponder a la única obra legada por el propio Jesús.

De ser así, el tema del encuentro entre el emperador negro y el gobernante “chino” podría haberse estado cocinando desde los mismos comienzos del cristianismo. Sobre la renuncia al poder por amor, tristan James no dejó dicho absolutamente nada.

116. Sanjuro

Sanjuro posee una estructura argumental similar a su predecesora Yojimbo. Un samurái solitario, pícaro, habilidoso y desafiante, que sacrifica su inteligencia y vida en pos de ayudar a los más desvalidos en la historia. Pero aquí predominan más el regocijo y los espacios luminosos, contrastantes con la “suciedad” visual de Yojimbo. Si la primera mitad es ligeramente titubeante, el tramo final no puede ser calificado como otra cosa que brillante. Al sobrio realismo de Harakiri, la cinta de Kobayashi, el artificio imaginario de Sanjuro. Además, es otra oportunidad de regocijarse con los mejores y más emblemáticos actores que hayan nacido en el Japón alguna vez: Toshiro Mifune y Tatsuka Nakadai.

El leit motiv de Kurosawa vuelve a estar focalizado en la influencia capital del samurái, como figura metafórica, en la vida diaria y sus sucesos trascendentales, lo que no es más que la preponderancia histórica del líder como maestro y salvador, como acarreador de masas en pos de dibujar los hechos del futuro. Posee una lectura política y filosófica que no debe de ser pasada por alto: Al individualismo de Yojimbo y la esencia comunitaria de Kikuchiyo, Kurosawa antepone en esta Sanjuro un espíritu intermedio, donde el maestro redentor, hombre repleto de defectos y miserias, guía a los otros a la implementación de la justicia. Liberalismo, democracia representativa y socialismo, tres amarraderos a los que Kurosawa ata su barca.

115. Gilligan y los hermanos McGill

 

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Los personajes y las historias de Vince Gilligan no tienen parangón alguno en los tiempos que corren. Con una capacidad extraliteraria para recopilar la humanidad más profunda de los seres que somos, Gilligan se permite el preciadísimo lujo de desnudar el alma de sus creaciones con una gracia y una intensidad tales que sólo pueden conmover. Debido a ello es que ha parido un par de obras maestras en lo que va de siglo, y creo yo que es el responsable principal, el abanderado de esa justa cruzada donde la televisión, deslenguada y valiente, se ha ido imponiendo a un cine cada vez más atenazado por la mediocridad y la abulia.

Gracias a Gilligan y su partner Peter Gould, la forma en que se filman las series de televisión se ha convertido en el patrón estético a imitar, en la zanahoria creativa añorada. No sólo se trata de la narrativa pura y sus argucias, sino también de la validez estética de sus pronunciados. No podríamos imaginar a estas alturas una obra maestra como Breaking Bad sin los colores chillones reluciendo bajo el cielo azulísimo de Nuevo México o las naranjas explanadas del desierto de Chichuahua, por ejemplo.

He terminado recién de ver la tercera y última (hasta el momento) temporada de Better Call Saul, el imponente spin-off de Breaking Bad, donde se narra la maravillosa historia de la evolución psicológica y humana de Jimmy McGill, el futuro Saul Goodman que, como Quijote moderno dotado de muy malas mañas, se dedica a enrevesar entuertos, muchas veces con más candidez de la necesaria. Al igual que en la serie matriz, Gilligan apuesta al enfrentamiento entre dos personalidades probablemente ambivalentes.

La fuerza dramática de sus obras parece descansar en la contraposición de caracteres. Si en “Breaking Bad” la complejísima relación entre Walter White y Jesse Pinkman, repleta de antinomias y contradicciones, es el hilo vital que traza su recorrido, en “Better Call Saul” esa dinámica reposa en el brillante contrapunteo de los hermanos McGill. Bob Odenkirk y el genial Michael McKean, actor subestimado como pocos, dan una clase magistral de cómo se dota de vida a un personaje, y de paso refrendan lo antes dicho: lo de Gilligan y Gould está en la paradoja y la discordia

114. Una escena de Back to the Future 2

En Back to the Future 2 hay una escena en la que Marty McFly (Michael J Fox) regresa a su casa desde el futuro, ahora habitada por una familia negra que termina confundiéndolo con un delincuente cualquiera y hasta intentan apalearlo con un bate de béisbol. Afuera, las calles destrozadas, cementerios de autos, disparos por doquier. Un presente de horror.

Bandas de motociclistas blancos habían destruido el poblado y se dedicaban a aterrorizar a las familias de bien, como aquellos afroamericanos que ocupaban la antigua casa de los McFly.

No recuerdo, por cierto, que alguna asociación sajona haya acusado a Robert Zemeckis de racista.

113. Locke

Locke es una cinta oral, donde Steven Knight, con esa generosidad que poseen los escritores con sus personajes (a quienes se les suele arropar como los buenos padres hacen con sus hijos), le regala al talentoso Tom Hardy todo el peso narrativo de la historia. Y el resultado no es más que una cinta brillante, inteligente, repleta de diálogos precisos y soberbios, que utiliza la representación del auto como una alegoría de la vida.

La sencillez tremenda y ese sentido de humanidad no forzada permean el espíritu de esta pieza, un alegato de que vivir suele ser un increíble viaje repleto de dolores y alegrías, de bonanzas y miserias. Traten de verla en cuanto tengan tiempo. Me lo van a agradecer con creces.

112. Anti Christ y Nymphomaniac

Anti Christ y Nymphomaniac son ejercicios estéticos en los cuales la ambición de Lars Von Trier es reflejar ese espíritu indisoluble que parece existir entre la muerte y el sexo, recorriendo de esta manera pasajes oscurísimos que resultan incómodos e irritantes, que nos descolocan y nos lanzan a los eriales de la desnudez de la existencia.

No son historias fáciles de ser contadas, acaso por su carácter pretencioso y su vacuidad argumental, acaso simplemente por la complejidad pedagógica y por ese afán de Von Trier de ostentar una sapiencia quizás vedada a otros. Lo cierto es que ni el sexo ni la muerte deben tratarse como ensayos de pseudo filosofía, aunque vayan adornados del riesgo inconmensurable de lo hermoso.

De Charlote Gainsbourg al menos una acotación, y es reconocer su temeridad y arrojo, que superan con creces su talento.

111. Malenkaya Vera

La cinematografía soviética de finales de la década de los 80 es el mejor testimonio gráfico de la época de la perestroika y de los inicios del fin del totalitarismo ruso. Malenkaya Vera es uno de los tantos ejemplos. Pieza sobrestimada en su momento, no pasa hoy de ser un curioso reflejo de cuán ajada se hallaba la sociedad del “nuevo konsomol” en los años en que gobernaba Gorbachov. La pregunta que surge, a estas alturas, es si la cinta de Vasili Pichul actuaba sólo como un espejo de la humanidad eslava pre capitalista, o si también mostraba lo que se quería y no se tenía. No hay que obviar que, tras cada cortina de hierro y sus miserias, subsisten las ansias de atesorar similares penurias al mundo ambicionado.

110. Blood simple

“Blood Simple” es una preciada pieza de cine negro que, desde su abstracción de ópera prima, revela lo que sería en un futuro el estilo inconfundible de los hermanos Coen. Poco puede hablarse del cine norteamericano en los últimos treinta años sin mencionarlos. Han construido un legado que es reflejo de la figura imaginaria (y real) de la América mítica. Blood Simple es tan solo un ejemplo inaugural de la encomienda de Hammett, que luego mutaría hacia rincones más exquisitos y turbios, viscerales y baldíos, como en aquella “No country for old men” o en esa otra “The man who wasn’t here”.

En realidad, merecen los Coen todo un ensayo que les haga justicia. Toda una loa entusiasta a la excelencia. Mientras, resulta razonable personalizar las alabanzas a la Frances McDormand de siempre o a ese talento subvalorado que siempre ha sido M. Emmet Walsh. Ellos, mujer traidora y fatal y detective corrupto y execrable, colorean esta historia a la usanza de los viejos maestros y les entregan a los hermanos Coen su primera victoria, luminosa y fulgente, sobrecogedora y vital.

108. Les Affames

Y he visto Les Affames, esa cinta donde los muertos vivientes construyen torres apilando objetos inservibles, tan muertos como ellos, en medio de los verdes pastizales veraniegos de Quebec. La pieza de Robin Aubert, eso sí, no les concede tiempo a las preocupaciones existenciales que, por regla general, son el sustento de la metáfora zombie para indagar dentro de los miedos y las dudas que nos provoca la muerte inevitable. Tan sólo algunas frases y algún gesto; la descripción precisa de la ambivalencia que precede al fin…