
“A Clockwork Orange” sigue siendo una rarísima pieza, reflejo quizás del espíritu psicodélico y punk de inicios de los setenta. Es, probablemente, una cinta estandarte de la subcultura hippie, aderezada con la ferocidad del anarquismo y el descaro de la iconoclastia. Su puesta puramente teatral y metafórica, su sustancia desbordada por el absurdo y la provocación, su fraseología poética y desquiciada, conforman el discurso de la distopía permanente, a pesar de que su violencia se nos antoje hoy como florecilla tierna en un romántico jardín. Cierto es que las inquietudes intelectuales de Kubrick siguen vigentes, y eso es cosa estimable. Hay una indagación manifiesta en los mesianismos y en las inhibiciones. El empleo de un “neo lenguaje” a la usanza de Orwell es indicio de la preocupación por dilucidar los artilugios de la violencia. El mensaje final, escéptico y amargo, contiene la simpleza de la naturaleza humana: se cosecha al final lo que se siembra.
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