Un par de años después de llegar a los Estados Unidos conseguí mi primer trabajo de “oficina” (estuve unos meses de técnico de farmacia en las Navarro, pero eso no cuenta). Era en una agencia de enfermería donde me encargaba de hacer quality assessment y manejar casos clínicos. No sabía nada del tema, pero tuve un excelente profesor en Rafael Rosado, un negro portorriqueño que se sabía todas las triquiñuelas técnicas del oficio. Pues bien, recuerdo la primera tarde que salí de la oficina y manejaba por una atestada calle 8 a la altura de Little Havana. Iba en mi viejo Ford Taurus con la ventanilla baja, recibiendo el aire del ocaso, escuchando una vieja emisora clásica de aquel entonces (2007, antes de la apoteosis del smart phone) y por primera vez sentí que la vida se normalizaba y que podía camuflarme entre la gente y la cotidianidad de mi “nuevo” terruño sin problemas. Desde ese día, creo (y a pesar de haber vivido posteriormente en Texas por motivos profesionales) juro y perjuro que nací en Miami (la yuma), aquella tierra mítica y soñada que hoy apenas si existe.
(Ver morir, por partida doble, el lugar que amas, es una experiencia horrenda)
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