
“Todos somos muy extraños, solo que algunos de nosotros lo ocultamos mejor”.
Si bien “Ferris Bueller’s Day Off” puede ser considerada la obra maestra de John Hughes, sin duda alguna “The Breakfast Club” (1985) fue su pieza más ambiciosa. Estructurada en torno a un formato puramente teatral, el filme es un intento seriecísimo por profundizar en el alma de los adolescentes de la década de los ochenta a través de un trabajo estrictamente oral, por lo que el guión, los diálogos y las actuaciones sostienen el peso dramatúrgico principal durante todo el recorrido del metraje.
Hughes, trabajando sobre ciertos estereotipos que luego serían replicados e imitados una y otra vez por otras películas y por otros guionistas y directores, entregaría con una simpleza apabullante la tesis final y definitiva de lo que significaba ser un pre adulto en aquellos tiempos donde la incertidumbre y la certeza eran más predecibles y comunes.
Un sábado de marzo de 1984 cinco estudiantes de la Shermer High School son citados para cumplir una detención (o castigo) bajo la supervisión del subdirector Richard Vernon, personaje secundario pero importantísimo porque establece el contrapunteo generacional tan importante para el discurso que Hughes enarbola en la cinta.
Los cinco estudiantes, hoy célebres arquetipos de cada grupo social que pueda imaginarse, terminan demostrándose a sí mismos que las diferencias son similitudes, y viceversa, porque cada compendio humano está hecho de infinidad de retazos compuestos por memorias, experiencias, anhelos y falencias que en algún momento inevitable terminarán por coincidir o alejarse o explosionar o aletargarse, incluso. Hughes sabe que la vida es compleja y dota a sus personajes de ese dolor implícito (y de la alegría) que significa respirar y sufrir, amar y reír.
No recuerdo otra cinta sobre adolescentes (si acaso aquella mítica “Rebel Without a Cause” de Ray y Dean o las adaptaciones de Coppola de las novelas de S. E. Hinton) que posea la profundidad de esta imperfecta pero entrañable pieza ochentera de Hughes, ese realizador que entre 1984 y 1987 remeció al mundillo cinematográfico norteamericano con sus historias simples pero inolvidables de perdedores que se redimen a una edad en la que aún no son mujeres ni hombres.
De hecho, la grandeza de Hughes reside precisamente en convertir a su obra en una especie de argumento referencial de una época entrañable que suele ser añorada y venerada cada vez con más fuerza a medida que arriban estos nuevos tiempos. The Breakfast Club es parte principalísima de la leyenda y por ello, pieza esencial en el engranaje de todas nuestras nostalgias. Démosle las gracias a Hughes por ello.
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