
A Antonio Ricci le robaron la bicicleta en la Roma destruida de post guerra. A mí en el Vedado de los noventa. Ricci la necesitaba para poder trabajar y sustentar a su familia. Yo para ir hasta el hospital Fajardo y el policlínico Rampa en aquellos duros años del post graduado. Ricci y yo, flacos y desgarbados, intuíamos que el futuro dependía del esfuerzo y no sólo de la providencia, aunque ambas cosas estén relacionadas. La inocencia de Ricci, por cierto, no era la mía. Mientras él pegaba afiches de Rita Hayworth en las paredes con su “viola” desenfundada y virgen asida a la pared, yo aseguraba la mía a la baranda de la escalerilla de aquel edificio de la calle G con un candado herrumbroso. El resultado fue el mismo. Y Ricci tuvo que robar una nueva bicicleta mientras yo me largaba de Cuba y de La Habana. A Ricci lo atraparon. A mí no. El destino de Ricci jamás fue revelado por De Sica. Y el mío, inexorable, será el mismo de todos.
El horror de la guerra parió al neorrealismo italiano, entre la pobreza de la gente y la ilusión de una bestia roja que terminaría devorando todo: naciones, riquezas y hasta almas. Y mientras un Visconti terminaba alejándose de la ilusión malsana, Vittorio De Sica no sobreviviría al cáncer de pulmón. Roberto Rossellini, por cierto, echaría a andar la rueda de ese nuevo estilo con Citta Aperta (1945), aquella pieza donde Anna Magnani es ametrallada frente a su hijo y sus vecinos y donde una Roma enferma le mostraba sus heridas al mundo. Ladri Di Biciclette (1948), de Vittorio De Sica es la lógica consecuencia, el paritorio mayor de los impulsos de Rossellini. Y su bicicleta robada el símbolo mayor de una era sepultada en el tiempo.
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