
El presidente Trump no sólo lucha por la sobrevivencia del excepcionalismo norteamericano, sino también por su vida. Si en un final de cuentas y en el peor de los casos, el fraude prospera, lo intentarán flagelar en la plaza frente a todos, para dar un escarmiento.
El partido que ahora proclama amor, unidad y comprensión (luego de cuatro años de furia e histeria inusitadas) al mismo tiempo tolera la actitud fascista de quienes, en nombre de la democracia y el bien común, se han convertido en jueces morales de la nación. Y no se trata solo de AOC, esa congresista abanderada del estatismo más extremo, sino también de otros muchos.
Jake Tapper y Jennifer Rubin, de CNN y el Washington Post respectivamente, han hecho llamados públicos a castigar a los “culpables”. Tapper afirmó que “uno tiene que pensar no solo en lo que es mejor para la nación sino también en cómo cualquier futuro empleador debe evaluar a los perdedores según el carácter que mostraron durante la adversidad”. Rubin, en cambio, aleccionó con que “tenemos que, en esencia, quemar colectivamente al Partido Republicano, porque si hay sobrevivientes… lo volverán a hacer”.
Hari Sevugan, antiguo secretario de prensa del partido demócrata dijo que “hay consecuencias por contratar a cualquiera que haya ayudado a Trump a atacar los valores estadounidenses». La propia Rubin pidió que aquellos que están reclamando escrutar los resultados “»nunca deberán ocupar un cargo, unirse a una junta corporativa, encontrar un puesto en una facultad o ser aceptados en una sociedad educada».
¿De qué hablamos aquí, amigos míos? Simplemente, de la naturaleza reaccionaria y represiva de la izquierda a la que tipos como Carlos Alberto Montaner y un montón de intelectualillos mediocres y “confundidos” apoyan con entusiasmo sindical.
El ex operativo de la CIA Evan McMullin, por ejemplo, ha amenazado con “mantener y publicar una lista de todos los que colaboran en los frívolos y peligrosos ataques de Trump en las elecciones. Por el bien del país, deberíamos nombrarlos y avergonzarlos para siempre”.
¿Es este el partido de los buenos, de los tolerantes, de los antifascistas, de los moralmente correctos? ¡No me jodan! Están dispuestos a emplear las mismas tácticas estalinistas con que la Rusia soviética hizo palidecer de vergüenza a la naturaleza cruel del nazismo hitleriano. ¿Estos tipos son, acaso, los que defienden nuestros “ilustres” intelectuales de cartón?
Escribo todo esto a raíz de la formación del The Trump Accountability Project, una especie de Gestapo virtual creada por Emily Abrams, Michael Simon y el mencionado Hari Sevugan, asesores de las campañas previas de Barack Obama y Pete Buttigieg donde, a tono con las famosas listas enarboladas en el Congreso de Nuremberg en 1935, cuando Goebbels lanzó su cruzada contra los judíos, nos declaran ahora “enemigos del estado”.
El “The Trump Accountability Project” incluye una lista completa de «colaboradores conocidos», incluidos el Secretario de Estado Mike Pompeo, la Secretaria de Educación Betsy DeVos, el Jefe de Gabinete de la Casa Blanca Mike Meadows, la Secretaria de Prensa Kayleigh McEnany, los asesores de campaña Kellyanne Conway y Steve Bannon, y los 56 jueces federales, incluidos los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett, designados por el presidente Trump. Nadie se salva: asistentes, recepcionistas, taquígrafos, calígrafos: todos han sido alineados en espera de ser “gaseados”.
La consigna del proyecto es, en cambio, de una enternecedora idea de venganza justa: “»Nunca olvidemos a los que promovieron la agenda de Trump». Es una frase, a no dudarlo, que fácilmente podría ser colgada en las paredes de Auschwitz para denunciar el inmenso horror del nazismo. ¡Cuánta hipocresía despreciable! Espero que nuestros propios jueces morales del patio se percaten de hacia dónde va todo esto y dejen de darse golpes en el pecho.
Están hablando de poner en la picota a cerca de 72 millones de personas. El tiro se les saldrá por la culata de todas formas.
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